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Hay libros a los que uno se acerca por el autor, por alguna crítica que ha leído o alguna recomendación. Claus y Lucas, de Agota Kristof, llegó a mis manos por una recomendación de alguien que lo había comprado por una razón muy sencilla: la portada. No sabía nada de la autora ni había leído la contraportada, pero la mirada de aquellos dos niños era hipnótica y desasosegante, y no pudo resistirse. Y la portada no engañó: esos dos niños, los protagonistas de las tres novelas que se reúnen bajo sus nombres, Claus y Lucas, son desasosegantes, hipnóticos, salvajes, hermosos… y crueles.
La novela, publicada por El Aleph Editores en 2007 (en 2014 sacaron la versión en bolsillo) y traducida de forma magistral por Ana Herrera y Roser Berdagué, está compuesta por tres novelas cortas. La primera, El cuaderno, narra la historia de dos gemelos, Claus y Lucas, a los que su madre deja en casa de su abuela para que estén lejos de la ciudad y la guerra. Una premisa como esta podría parecer el inicio de una historia mágica o simbólica, pero lo que nos narra Agota Kristof dista mucho de ser mágico. La abuela, una mujer analfabeta y cruel, los trata como animales. Pero ellos, lejos de dejarse humillar, lejos de hundirse en la tristeza y la desesperación, aprenden. Y escriben. Narran sus historias en un cuaderno, el del título, que esconden aunque la abuela no sepa leer. Seguimos su aprendizaje a base de golpes, de sufrimiento y de crueldad, una crueldad que va en aumento, pero que, a veces, parece mostrar una extraña humanidad salvaje.
La segunda novela, La prueba, narra la separación de los dos hermanos. Lucas, privado de una parte de sí mismo, debe aprender de nuevo a vivir. Podría adentrarme en el argumento de esta novela, pero creo que es mejor no dar muchos detalles, ya que lo interesante de esta especie de trilogía es ir descubriendo las sombras, los engaños, las mentiras y las realidades que poco a poco se van desvelando. Eso sí, si en la primera novela había una crueldad sin velo, una crueldad que podía llegar a ser desagradable, en esta segunda novela subyace una crueldad velada, sutil, que se puede intuir, pero no se muestra hasta que, al final, la bofetada te da de pleno. Y en las páginas finales de esta segunda novela empieza a desatarse La tercera mentira, la tercera parte de la trilogía, que te empuja a formularte un sinfín de preguntas que, poco a poco, se van resolviendo. ¿Cuál es la verdad? ¿Cuál es la historia real y cuál la mentira? ¿O todas ellas son verdad, pues han sido vividas, aunque de distinta manera?
Es cierto que, tras la sacudida que el lector siente con la primera de las novelas, El cuaderno, las siguientes son más suaves, tormentas menos salvajes, pero igualmente hirientes. Y como muestra, un botón:
«Más adelante leí yo las cartas a los que no sabían y me pedían que lo hiciera. Por lo general les leía lo contrario de lo que decían las cartas.
(…)
El chico al que le leía la carta me decía:
— La enfermera me ha leído la carta de otra manera.
Yo decía:
— Te la ha leído de otra manera porque no quería disgustarte. Yo te he leído lo que está escrito.
Creo que tienes derecho a saber la verdad.
Él decía:
— Tengo derecho, pero la verdad no me gusta. La carta era mejor antes. Ha hecho bien la enfermera leyéndomela de otra manera.
Y se echaba a llorar».
Una escena seca, limpia y brutal donde se muestra una crueldad menos animal, pero quizás más retorcida, quizás más humana. Por eso vale la pena leer estas tres novelas, tanto por separado como en conjunto, porque hablan de un pedazo de nuestra historia, de la crueldad que crece y se alimenta en tiempos de guerra, en tiempos de posguerra. Pero también nos habla de la soledad, de la separación y la pérdida; de la necesidad de crear un mundo propio para sobrevivir, para respirar, mientras se espera y se desespera. Nos habla de las heridas y el miedo, de la sensación de fracaso y el odio visceral e inevitable que puede nacer cuando te dicen constantemente que no eres nada, que hay alguien que lo haría mejor que tú, y te conviertes en sombra, en animal, en monstruo.
Existe cierta tendencia, entre algunos autores, a relatar cada acto, a decorar cada escena para hacerla más visual. Agota Kristof demuestra que puede traspasarse la piel, la retina y llegar a impactar en el cerebro de manera visual sin necesidad de florituras. Su escritura es directa, seca, brutal y perfecta. No le sobra ni una sola coma, ni una sola palabra, que está tejida para ir desgarrando de distintas maneras. Porque lo cierto es que cada una de las tres pequeñas novelas desgarra, cada una con su estilo y con su historia.
En algún momento del libro, uno de los personajes dice que «por muy triste que sea un libro, nunca puede ser tan triste como la vida». Pero parece que, en este libro, la autora intenta llevarle la contraria a su personaje.
Un libro imprescindible, tanto por su estilo como por lo que narra, que no deja indiferente.
Inés Macpherson