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Que el instituto puede ser un infierno es algo que nos han mostrado diversas películas, series y libros. En algunos casos, nos explican historias de redención, de patitos feos convertidos en cisnes y aceptados por la mayoría. En otros casos, muestran cómo puede llegar a afectar el sufrimiento vivido. Hace tiempo pudimos ver cómo Carrie transformaba el instituto en un verdadero infierno. Joel Edgerton nos muestra en El regalo (The Gift, 2015) cómo el pasado puede seguir latente aunque lo hayamos olvidado, y llamar a nuestra puerta sin previo aviso y con piel de cordero… Pero, si el pasado vuelve, ¿no suele ser para ponernos un espejo delante y golpearnos con él hasta que sangran los recuerdos y las verdades?
Nos hemos acostumbrado a que las películas que se presentan como thrillers o como cintas de intriga estén plagadas de acción, una tensión acompañada de músicas inquietantes y sombras que ocultan lo que todos intuimos. Pero, ¿qué pasa cuando la tensión ocurre a la luz del día, cuando es una presencia o una mirada que no necesita nada que la acompañe, sólo estar allí y hacernos pensar todo lo que puede ocultar? Joel Edgerton, actor y director que se está labrando un nombre estos últimos años con su trabajo, demuestra que se puede acojonar al espectador sin necesidad de escenas espectaculares, seres salidos de las sombras y asesinos psicópatas dispuestos a aterrar al personal. Con pocos recursos, pocos escenarios y pocos actores, consigue que estés aferrado al sillón preguntándote qué está ocurriendo, qué va a ocurrir, pero, sobre todo, qué ocurrió en el pasado y cómo afectará al presente. Todo es retorcido pero sin excesos; sabemos que todos mienten, pero no sabemos por qué. Y ahí entra la atmósfera: el clima inquietante, la sensación de peligro constante y de que nada es lo que parece. No hay golpes de efecto salvajes, sino sutiles, y giros que, aunque puedes sospechar por dónde irán, e incluso acertar, no te arrancan del sofá. ¿Por qué? Porque aunque puedas intuir lo que va a ocurrir, la tensión persiste, porque no lo sabes hasta el final. Y, en el fondo, cuando llegan los títulos de crédito tampoco lo sabes, porque el desenlace es fascinante. Sí, es posible que puedas decir «yo ya me lo imaginaba», pero la gracia está en la malsana dualidad que te plantea, la duda abierta que deja al personaje y al espectador pendiente de un hilo, consciente de que han jugado con él y que, al final, no sabes qué es mentira y qué es verdad.
Lo interesante de esta película es que muestra a una serie de personas que podrían ser nuestros vecinos. Y nos dice que todos, incluso los más normales o los que más éxito tienen, ocultan algo. No hay nada que, en principio, pueda resultar agresivo ni amenazante… hasta que lo es. ¿Por qué? Porque aunque no haya nada que te diga que va a pasar algo, lo ves en los ojos de los personajes, sabes que están ocultando algo, que hay algo más detrás de todo eso… Nos muestra cómo nos escondemos tras una máscara, una imagen que la gente acepta, que admira, a pesar de que por dentro seamos unos verdaderos hijos de puta. Somos gente de éxito o personas con una vida mediocre y cierta timidez… O eso hacemos creer a los que nos rodean. Una simple mirada, una simple sonrisa, puede destapar lo que subyace bajo esa superficie de mentira. Y lo que hace de maravilla Edgerton (tanto a nivel de dirección como de interpretación) es mostrar esos sutiles instantes que te hacen comprender que hay una trampa en todo eso.
Una película perfecta para comprender las heridas que puede dejar la crueldad del pasado. Una historia narrada de tal manera que se transforma casi en una fábula brutal en la que todos son víctimas y verdugos. Porque cuando hieres a un animal, lo más probable es que reaccione. Una ópera prima que promete historias que golpean con sutileza, pero golpean.
Inés Macpherson