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Podríamos decir que llego tarde, muy tarde, a este libro. Fue publicado en 2014 y llegué a él gracias a una recomendación que leí en redes hace unas semanas (sí, a veces las redes sociales no sirven para discutir, insultar o humillar a otra persona, sino para descubrir lecturas y compartir vicios literarios y otros relacionados con la pequeña o la gran pantalla). Pero a pesar de llegar tarde, me apetece hablar de este extraño viaje que propone Manuel Moyano en El imperio de Yegorov (Anagrama, 2014).

Una de las primeras cosas a destacar de este libro es la construcción de la narración, que comprende desde la nota preliminar hasta los agradecimientos. Entre esos dos puntos no encontramos un narrador en sentido estricto, sino alguien que decide ofrecernos una serie de textos ordenados para que nosotros podamos comprender la historia y llenar los huecos entre lo que está escrito. Huyendo de la idea clásica de inicio, nudo y desenlace, circulamos por la trama a través de diarios, cartas, informes policiales, transcripciones de interrogatorios, grabaciones, correos electrónicos y otros elementos escritos que ofrecen pequeños fragmentos de información que permiten construir un rompecabezas cuya última pieza no está realmente en el último capítulo, sino más allá. Cada texto tiene su formato, su estilo, su personalidad (porque sin necesidad de descripciones concretas del carácter de los personajes podemos verlos a todos y observar su comportamiento), y la forma en que están hilados hace que todo fluya y te atrape mientras disfrutas de esa diversidad.
La historia empieza en 1967, a través del diario de un antropólogo, Shigeru Igataki, quien nos habla de su expedición, de la extraña enfermedad que ataca a una de sus compañeras, la bella Izumi, y de una flor amarilla que consigue que se recupere. Un episodio que nos sitúa en la selva y nos prepara para una aventura con chamanes, misioneros errantes, serpientes, peces y culturas y costumbres que se nos escapan. Pero el diario termina y descubrimos que la historia se traslada de geografía y de mirada y poco a poco comprendemos que ese pequeño apunte, esos elementos que nos narraba Shigeru Igataki eran solo una pincelada de lo que nos espera, y que lo que tenemos delante es una historia que nos llevará a Japón, a Estados Unidos y que recorrerá décadas hasta llevar al lector a una sociedad marcada a escala mundial por una realidad que perfectamente se podría considerar distópica. Y es que, entre detectives privados, escritores secuestrados y actrices que siguen al pie del cañón a pesar de los años, nos damos cuenta de que la pieza clave es cierto descubrimiento que se revela y a la vez se oculta; un descubrimiento sorprendente y a la vez conocido, porque entronca con uno de los deseos más antiguo de la humanidad, que ya aparecía en la mitología y que ha ido tomando distintas formas a través de los siglos. Un descubrimiento que despierta otro de los deseos y comportamientos más habituales de la humanidad: la codicia, el poder y la capacidad de hacer cualquier cosa para lograr un fin. Un poder y una ambición que, en manos de una concepción mercantilista y capitalista, nos ofrece un retrato salvaje y cruel de la naturaleza humana.
La estructura funciona a la perfección y nos ofrece un tema que ahonda en la capacidad de olvidar la ética o la empatía cuando uno tiene un objetivo, y está dispuesto a utilizar cualquier medio para conseguirlo, incluso cuando dichos medios podrían poner la piel de gallina a cualquiera. La impunidad con la que actúan los personajes, la forma en que la sociedad se divide entre los ricos y los que no pueden permitirse el lujo de soñar con otra vida nos invita a recordar que, sea como sea el mundo, al final siempre existirán los privilegiados y los explotados, los que no cuentan, los que pueden borrarse del mapa sin que nadie lo sepa. Y lo mejor de todo es que todo esto lo vas descubriendo como lector, porque el autor no se excede en explicaciones. Recibes la información a través de cada fragmento, a través de las distintas miradas, todas ellas escritas con un estilo impecable, y tú dibujas cada parte de la historia en tu mente hasta ver el cuadro completo.
Podría decir más o ser más específica, pero creo que lo más interesante de este libro es entrar en él y dejarse llevar hasta el final (literalmente). Si os apetece adentraros en una historia con toques irónicos, una sátira con cierta mala leche sobre nuestra sociedad y ciertos funcionamientos capitalistas que señalan la brecha entre clases, entre los ricos y los pobres, podéis adentraros en El imperio de Yegorov y preguntaros en qué bando estaríais.
¡Feliz lunes y felices lecturas!
Inés Macpherson