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Blackie Books, Lena y Karl, música, Mo Daviau, viajes en el tiempo
La música puede ser un pedazo de tiempo. Cuando escuchamos una canción que nos ha acompañado durante años, los primeros acordes nos pueden trasladar al pasado: recordamos la primera vez que la escuchamos, quién nos regaló el K7 o el CD, si lo escuchamos en directo o no, si ocurrió algo mientras se agotaba el estribillo. Las canciones pueden ser extraordinarias máquinas del tiempo que nos dejan volver a una carretera, a una ciudad, a un abrazo… y hay máquinas del tiempo, o como mínimo agujeros de gusano, que nos pueden llevar de nuevo a esas canciones, a esos conciertos.
Esa podría ser a grandes rasgos la premisa de Lena y Karl, de Mo Daviau, publicada por Blackie Books y traducida por Carles Andreu. Sí, hay viajes en el tiempo y hay música, mucha música. Pero hay mucho más, porque es una historia de amor y una reflexión sobre nuestra relación con el pasado. Vemos cómo los acontecimientos que nos marcan la piel y la vida se propagan en todas las direcciones posibles; cómo a veces nos anclamos a un recuerdo porque nos da demasiado miedo crear nuevos, y que, también a veces, el hogar no es tanto un lugar como una sensación, un sentimiento.
Y en este libro es tan importante la historia que leemos como esa sensación que nos deja, ese poso amable y risueño que se queda en nosotros a pesar de las cicatrices que nos muestra. No sé si los argumentos científicos que aparecen son o no correctos, reales o plausibles. Desde que vi la película Primer, dirigida por Shane Carruth, decidí que a veces no era necesario comprender del todo los conceptos, sino dejarse llevar; parar el tiempo un rato y disfrutar de la historia; una historia que, en este caso, también es un homenaje al rock, a esa magia de escuchar música en directo que te permite aislarte durante unas horas del mundo y formar parte de un todo mucho más grande que tú y que, a menudo, se detiene en el espacio y el tiempo. Pero eso no lo consigue únicamente un concierto; hay otras situaciones donde uno puede sentirse así. El problema es que Karl y Lena no saben si son capaces de encontrarlas.
Como anuncia la propia editorial, en esta novela encontramos algo de Regreso al futuro y de Alta fidelidad, pero también hay algo de la película El efecto mariposa, de Eric Bress. Hay momentos de humor y escenas que nos devuelven a la realidad y nos recuerdan que, a pesar de ser una ficción, o quizás precisamente por eso, lo que tenemos entre manos es una historia, y las historias nos hablan siempre de personas, aunque sean personajes. Cada uno de los protagonistas, sean los principales como Lena, Karl y Wayne, sean los secundarios, tiene cicatrices en su tiempo vivido, agujeros que los han devorado por dentro hasta crear un vacío que ni siquiera una posible visita al pasado puede llenar; ni siquiera intentar reescribir el pasado puede llenar. Y a pesar de ello, sobreviven, siguen escribiendo sus días. Eso es lo que hace que esta historia tenga algo entrañable, algo que te hace sonreír al llegar a la última página.
Así que para aquellos que sueñan con encontrar un día un agujero de gusano en su armario o construir una máquina del tiempo en el garaje; para aquellos que siguen escuchando una canción con la misma emoción que la primera vez y sueñan con poder parar el tiempo en un concierto; para aquellos que, como yo, han soñado alguna vez con poder ver en directo a David Bowie o viajar al pasado para ver los primeros conciertos de Bruce Springsteen o Led Zeppelin, este es su libro. Porque es una novela para disfrutar, para soñar en las posibilidades musicotemporales de la vida y recordar que son nuestras ganas de transformar la realidad, de descubrir lo que vale la pena en ella, incluso cuando no lo parece, lo que nos empuja a bailar, a cantar, a ir a conciertos y llenar la vida de bandas sonoras… Porque, como dice Karl al principio del libro, si todo fuera exactamente como quisiéramos en nuestras vidas, ¿para qué necesitaríamos la música… o los viajes en el tiempo?
¡Feliz martes y felices lecturas!
Inés Macpherson