En en la mitología persa, sangue sabur, «la piedra de la paciencia», es una piedra mágica a la que uno le cuenta sus desgracias, sus sufrimientos y sus miedos para confiarle todo lo que no nos atrevemos a revelar a los demás… La piedra escucha, absorbe como una esponja todas las palabras, todos los secretos, hasta que un buen día explota… Y ese día, uno queda liberado.
Esa es la idea en la que se basa La piedra de la paciencia, el libro de Atiq Rahimi (Siruela), que ahora el mismo autor ha adaptado y dirigido para la gran pantalla.
En la novela, la piedra de la paciencia es un hombre tendido en un colchón, en estado vegetativo a causa de una bala en la nuca. A su lado, su mujer reza, le pone gotas en los ojos para que no se sequen, lo lava, le cambia el suero… mientras en las calles la guerra sigue. No sabemos qué calles son, a qué ciudad pertenecen. En principio, por lo que se nos cuenta, podría ser en cualquier lugar de Afganistán; aunque la intención del autor no es tanto narrar unos hechos concretos en un lugar concreto, sino señalar el horror de la guerra, del fanatismo y de la opresión que sufre la mujer en ese y en tantos otros países, supeditada al hombre, convertida en objeto sexual o en trofeo de guerra, sometida y olvidada porque no importa lo que quiere ni lo que sueña; solo que obedezca, solo que tenga contento al hombre.
Por eso el lugar no importa; lo que importa es lo que ocurre en el interior de las cuatro paredes de la habitación donde, poco a poco, la mujer decide hablar. Empieza a explicarle a su marido, un héroe de guerra, un hombre, de hecho, para y por la guerra, todo lo que él nunca quiso escuchar. No sabe si puede oírla o no, pero ella empieza a vaciar su corazón y su mente en esa piedra de la paciencia en la que se ha convertido su marido. Lentamente, lo que empieza como una simple manera de llenar las horas de palabras, se convierte en una confesión llena de rabia, dolor, miedo y deseos, pero, sobre todo, de secretos. Unos secretos que nunca ha podido confesar ni explicar a nadie, porque no tiene libertad ni valor para contarlos. Nadie le ha enseñado a ser libre, por mucho que ella lo haya deseado. Tenía que casarse, tenía que obedecer y traer hijos al mundo. Si no hacía eso, no valía nada; no era nada. Y de ahí nace el dolor, la rabia y las ansias de vivir, de sentir, de soñar en algo mejor. Porque se lo merece.
Y es precisamente en este aspecto en lo que la película dista de la potencia y profundidad del libro. Mientras que en el papel Atiq Rahimi conseguía trasladar al lector el dolor más absoluto, la rabia e incluso el odio que ella siente por su marido – un marido que la forzó, que la despreció, que le pegó una paliza por no haberle avisado de que tenía la regla cuando él intentaba penetrarla y otras maravillas –, en la película, esa rabia queda diluida. Sí, la mujer le cuenta sus secretos, pero falta ese punto de desgarro, de profundo dolor y rabia. En el libro esto se conseguía gracias a una narrativa poética llena de belleza y sentimientos que conseguía traspasar la piel y ahondar en el lector. No sé si se debe al guión o a la actuación, pero el impacto, en pantalla, esa sensación es menor. Puedes sentir empatía por la protagonista, comprender el horror que vive, pero falta la fuerza de la palabra que tenía el libro. No digo que la actuación de Golshifteh Farahani no sea buena; llevar un monólogo como el que lleva a lo largo de la película es difícil y ella lo hace con soltura y elegancia. Su rostro transmite al igual que su voz, pero, como pasa en muchas adaptaciones, algo se pierde cuando la historia abandona el papel.
Inés Macpherson