Cuenta la leyenda que el caballero mató al dragón para rescatar a la princesa. Y que la princesa necesitaba ser rescatada porque había sido entregada como tributo a la bestia. Pero, ¿estamos seguros de que eso fue así? En aquella época, los que exigían tributos, pagos y diezmos eran los reyes, los señores feudales e incluso algún que otro caballero noble, por título, que no por carácter. ¿Era el dragón quien pedía que se le entregara a la muchacha, o eran los propios reyes, nobles y señores los que contrataban al dragón para deshacerse de las muchachas? Tengamos en cuenta que los que las enviaban a las garras de una muerte casi segura eran los mismos que las “devoraban”, pero de otra manera, obligándolas a someterse a una vida de matrimonios concertados, donde ante el primer síntoma de pensamientos o libertad eran consideradas brujas, hechiceras… Así que, ¿seguro que esa es la única visión de la historia? Al fin y al cabo, la historia siempre la cuenta el vencedor y, en este caso, el dragón fue el vencido. Y como nadie le preguntó a la princesa…
Pero, ¿qué pasaría si le preguntáramos a ella? Quizás descubriríamos que ella se fugó para buscar una vida distinta, para huir de los brazos de un príncipe pedante con quien se había visto obligada a casarse, y la encontró entre las escamas de un dragón, que a pesar de ser bestia, era mucho más humano que el que compartía el mismo techo con ella. ¿Y si el príncipe mató al dragón por celos? ¿Y si lo mató para que ninguna mujer más descubriera que se podía vivir de otra manera?
Dándole vueltas a esta idea…
OTRO CUENTO PARA LA PRINCESA

«Hace mucho tiempo, tanto que los nombres en los mapas del reino se han borrado, vivió una princesa que no era especialmente hermosa, pero tenía carácter. Su madre intentaba que se preocupara por los afeites y perfumes para acicalarse y resaltar alguno de sus encantos, y su padre insistía en que debía acudir a más bailes, como las otras princesas, para conocer a algún pretendiente que la quisiera cortejar y, en un futuro, hacerla su esposa. El problema era que a Nessa no sentía inclinación ni por los cosméticos ni por los trajes ni los bailes. Ella prefería pensar, hacerse preguntas sin respuesta, cabalgar sin rumbo fijo y soñar con traspasar las fronteras, tanto las del reino como las impuestas por sus padres, para descubrir otros mundos.
Pero como mujer que era, ella debía acatar las órdenes de su padre. Y llegada una edad, ya no pudo escaquearse más y tuvo que acceder a los bailes y a los pretendientes. Y lo hacía con mucha dignidad, sonriendo a todo el mundo y callando lo que realmente pensaba, porque si lo hubiese dicho en voz alta, probablemente sus padres la hubiesen enviado a la mazmorra más oscura del reino. Cuando se acababan los festejos, Nessa volvía a sus aposentos, cogía un libro y se sumergía entre sus páginas, intentando deshacerse del aburrimiento al que se había visto arrastrada por sus interlocutores. Los príncipes podían ser apuestos y podían ser valientes, pero no tenían nada que decir. O hablaban de caza o de guerra. No sabían lo que era un libro ni lo que era tener sueños. Ellos habían nacido con un mapa trazado de su destino y lo cumplían sin preguntarse absolutamente nada.
Durante un tiempo, Nessa pensó que quizás se había vuelto demasiado exigente, o que las otras princesas, más bellas y más sociables, se habían llevado a los mejores. Pero los príncipes casados tampoco tenían gran cosa en la cabeza.
Desesperada, decidió fiarse de los cuentos de hadas e intentó besar alguna rana. Pero ninguna brilló ni se transformó. Siguió siendo un animalillo, aunque un poco más asustado después de haber sido arrancado de su hábitat natural para ser besado por una humana loca. Viendo que aquello no daba resultado, Nessa pensó en algo más drástico. Quizás había otros príncipes en otros reinos lejanos, algún caballero con un poco más de fondo y no sólo forma. El problema era que, para llegar a él, tenía que ser importante, conocida, llamar la atención. Y la única manera de hacerlo era conseguir a un dragón. Si uno de aquellos animales monstruosos la secuestraba, quizás mejoraría su suerte.
Pero los dragones no secuestraban muy a menudo a las princesas. Así que tuvo que hacerlo ella.
Una noche, sin dejar nota alguna, se escabulló de su alcoba y galopó durante horas hasta llegar a las montañas rocosas, donde, según los libros que tantas veces había leído, vivían los dragones. Subió varias rocas y, cuando encontró una caverna, entró en ella.
Lo primero que vio fue la cola del dragón. Sus escamas fulguraban con una luz cálida que le daba a su color rojo un aspecto de sangre que, al principio, asustó a Nessa. Pero estaba decidida, y siguió avanzando por la gruta, contemplando las patas traseras, las alas descansando sobre el cuerpo… y la cabeza del dragón. Se quedó helada al ver las dimensiones de sus dientes y sus ojos, que la miraban con una intensidad dorada que habría fundido al más valiente de los hombres. Por un instante, temió que las leyendas fueran ciertas y que aquel ser se la comiera de un bocado. Pero no fue así. Cuando el dragón supo por qué Nessa había huido de su hogar (no le contó lo del rescate del príncipe, por si acaso), la invitó a quedarse con él el tiempo que fuera necesario.
Y poco a poco, la princesa descubrió que, a pesar de haber acertado en la ubicación de las guaridas de los dragones, el resto de lo que contaban los libros era mentira. Quizás fueran agresivos, pero sólo si era necesario. Y no eran brutos ni avariciosos. En su cabeza no cabía únicamente la caza o la guerra, sino que cabía la magia, las historias, los sueños y, sobre todo, los viajes. Nessa empezó a enamorarse de aquella vida, de aquel ser que, aunque bestia, tenía en su interior muchas más riquezas que cualquiera de los príncipes más ricos de todos los reinos.
Con el tiempo, Nessa comprendió que aquello que sentía no era sólo amor, sino libertad. Ansiaba aquella vida, deseaba poder ser tan libre como aquel ser, y sabía que junto a él, podría serlo. Nunca la ataría, nunca la obligaría a callar…
El problema fue que, antes de que ella pudiera confesar lo que estaba creciendo en su interior, un príncipe apareció por la cueva y, de forma cruel y sanguinaria, acabó con la vida del dragón, reclamando para sí la mano de la princesa quien, muda de espanto, empezó a llorar, no sólo por la pérdida, sino por lo que sabía que implicaba aquella sentencia.
Dicen que de la sangre del dragón muerto brotaron unas rosas. Pero probablemente crecieron y proliferaron por las lágrimas de la princesa, destrozada ante aquella injusta masacre. Y cuentan que, aunque el príncipe intentó llevársela por la fuerza, ella se aferró a su amigo. Y mientras lloraba, fue deshaciéndose lentamente hasta convertirse en río. Y sus lágrimas bañaron al dragón hasta convertirlo en monte, en prado, y así poder estar juntos en un último abrazo».
Quizás la historia la entendimos al revés. Tanto tiempo creyendo que las princesas debían besar ranas para encontrar al príncipe azul, y quizás lo que tenían que hacer era besar dragones para transformarse de una vez en mujeres-dragón y dejar de ser mujer-florero, siempre esperando ser rescatadas, cuando ellas solitas podrían coger sus alas y salir volando… a vivir.
Por otro final para los cuentos. Feliz Sant Jordi.
Inés Macpherson