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Editorial Minúscula, Guillermo del Toro, L'Altra Editorial, La maldición de HIll House, Mike Flanagan, Penguin Horror, Shirley Jackson
Todos queremos pertenecer: a un lugar, a una familia; conectar con alguien, con algo. A todos nos gusta cuidar y que nos cuiden, amar y ser amados, pero cuando pensamos en estos verbos, a menudo los asociamos únicamente a los seres humanos; como mucho a otros seres vivos. Pero ¿y los objetos? ¿Y las casas? ¿Qué ocurre con esas paredes que nos cobijan, a veces nos sostienen y nos escuchan gemir de placer o gritar de dolor, discutir sin sentido o callar el sufrimiento de un maltrato que nunca escapa por la puerta? ¿Podemos transmitirles algo de esa vida, de esa necesidad o de ese silencio? ¿Pueden transmitirnos ellas su necesidad de pertenecer, de proteger, de tener un corazón que palpite en su interior, aunque sea el de un recuerdo, el de un fantasma? En la adaptación que Mike Flanagan hizo en 2018 de la novela de Shirley Jackson, La maldición de Hill House (The haunting of Hill House), el personaje de Steve Crain (personaje que solo aparece en la serie), dice que los fantasmas a menudo son un deseo. Pero el deseo de quién, ¿de la casa o de la persona? Los ecos que habitan un hogar, su memoria, ¿es suya o la dejamos encerrada allí cuando nos vamos? ¿Se aferra a nosotros para que le demos voz o somos nosotros quienes despertamos sus sombras, quienes necesitamos, como sus cimientos, sentir que pertenecemos?
¿Por qué hablar ahora de La maldición de Hill House, de Shirley Jackson, si la serie se estrenó el año pasado? Podría decir que es por las fechas, porque se acerca Halloween, pero en el fondo es porque, gracias a la Editorial Minúscula, esta maravilla ha vuelto a las librerías. En catalán ya podía encontrarse gracias a L’Altra Editorial (y en inglés hay ediciones magníficas como la que han publicado en la colección Penguin Horror, con prólogo de Guillermo del Toro), pero en castellano era difícil encontrar ejemplares de la magnífica edición de Valdemar. Desde hace unos años, Minúscula ha publicado varias obras de Jackson, entre las que encontramos sus magníficos Cuentos escogidos (2015), Deja que te cuente (2018) o la pequeña maravilla que es Siempre hemos vivido en el castillo (que se publicó por primera vez en 2012 y luego en 2017 y que también se encuentra en catalán, publicada por L’Altra Editorial). Para aquellos que no conocen el universo de Shirley Jackson, sus relatos son una buena muestra del juego que tan bien dominaba la autora para conseguir un cotidiano perturbador, el encaje perfecto entre lo normal y lo extraño, entre lo humano y lo que está más allá de la frontera de las construcciones sociales que hemos generado. Sutil, sin caer jamás en lo macabro ni en lo obvio, Jackson a veces simplemente apunta, para que nosotros comprendamos. Y esa es la gracia: que no nos lo tiene que explicar. Nos lo muestra incluso sin decirlo, porque la prosa y la atmósfera que crea nos lleva hacia el lugar indicado.
En La maldición de Hill House, Jackson juega con lo sobrenatural y lo psicológico en una prosa elegante, cargada de descripciones que pueden hacer que las neuronas del lector sufran intentando dibujar lo que su mente imaginó, no porque use adjetivos imposibles, sino porque el laberinto que enseña nos quiere inquietar desde los cimientos. Ese edificio, esa casa laberíntica en la que las puertas se cierran aunque uno intente clavarlas a la pared, es en sí mismo un personaje, un ser vivo cuyas paredes son los huesos y sus habitaciones los rincones de un alma y un corazón que desea. Jackson le da tanta presencia e importancia a la actitud de la casa como a la de los personajes. Ellos observan, pero son observados a su vez por las molduras, las escaleras, las ventanas…
Para aquellos que creen saber cuál es el argumento de esta historia por haber visto la serie de Netflix, hay que decir que están equivocados: son historias distintas, aunque tengan lugar en la misma casa, con algunos nombres que se repiten. Y, sin embargo, son dos obras que se comunican a través del tiempo y el estilo. Las frases que algunos personajes dicen en la serie son exactas a las que Jackson emplea en la novela. No siguen el argumento, no aparecen en boca de quien toca ni en el momento en que ella las sitúa, pero esas palabras resuenan con la misma cadencia y te demuestran un trabajo de guion impecable y una capacidad de atrapar el ritmo narrativo de la palabra en la imagen, provocando la misma sensación claustrofóbica en la pantalla y en el papel; la sensación que tienen aquellos que no saben si los fantasmas están fuera o dentro de su mente; si es la casa quien los llama o son ellos quien necesitan seguir en ella.
Su prosa no es complicada y cuando se para a describir es por algún motivo. Cuando dice que Hill House es una casa con una hospitalidad insistente, no necesitamos saber por qué, ni qué la mueve, si las historias que circulan sobre lo ocurrido entre sus paredes son ciertas o no; simplemente sabemos que algo que anida en su interior encuentra un eco en uno de sus personajes y eso sirve como detonante. Aunque es tentador analizar la forma en que eso ocurre, creo que es mejor adentrarse en Hill House sin saberlo del todo e incluso creyendo saberlo por la serie para después sorprenderse.
Lo cierto es que tanto Shirley Jackson como muchos otros autores antes y después han sabido comprender lo que oculta y permite un género como el terror. Aunque haya quien lo sigue considerando un subgénero, algo menor que solo existe para asustar de forma burda, quizá debería reivindicarse cada vez más lo que también hace el terror, y lo fantástico en general, que es hablar de aquello que, si no se buscara una rendija entre las sombras para mostrarlo, permanecería oculto. Sí, nos puede conectar con la sensación de estar vivos, del temor a la existencia y a su final, pero también nos ofrece la posibilidad de mirar más allá de la capa de protección social con la que nos vestimos habitualmente. Nos habla de la soledad, del miedo a nosotros mismos y a nuestros semejantes, del dolor, de la rabia y sus consecuencias…
En el caso de Jackson, y en especial en esta novela, nos encontramos con la disolución de las fronteras entre lo real y lo ficticio. No sabemos si lo que ocurre es real o forma parte de la predisposición que tenemos a creer que ocurrirá algo cuando nos han dicho que tengamos cuidado o que vamos a pasar miedo. Pero también juega con la frontera entre la vida y la muerte, entre lo que querríamos ser y lo que somos, entre lo que no queremos ver y lo que no podemos olvidar. La identidad y la posibilidad de perderla porque no sabemos quiénes somos, no sin un referente externo; la necesidad, siempre la necesidad y esa conciencia final de saberse solo; saber que, por mucho que queramos pertenecer, quizá somos como lo que camina entre las paredes de Hill House, y también caminamos solos.
¡Feliz martes y felices lecturas!
Inés Macpherson