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Cuando llega septiembre los quioscos siguen llenándose de fascículos, y se anuncian los títulos de películas, series y libros que ocuparán los meses que quedan hasta que se acabe el año. Yo también me sumo a esa rentrée literaria, pero con un poco de retraso y quizás a destiempo, pues Kentukis, de Samanta Schweblin, fue publicado por Literatura Random House en octubre de 2018.
Descubrí a Samanta Schweblin a través de sus cuentos, que son una gran muestra de su capacidad para provocar desasosiego con un apunte, con un elemento extraño que se mezcla con lo cotidiano como si siempre hubieran ido de la mano, aunque solo lo hagan con esa naturalidad sobre el papel que ella escribe. En Kentukis hay algo de esos cuentos, tanto por la estructura de las historias, que funcionan por sí mismas como un todo, como por la forma en que consigue provocar ese desasosiego, aunque esta vez lo extraño que se mezcla con la realidad no parezca tan extraño, sino una prolongación lógica, si se puede considerar así, de lo que ya hacemos habitualmente: mostrarnos y observar a través de diferentes dispositivos, compartiéndolo todo y a todos los niveles, difuminando cada vez más la línea de la intimidad. En la presentación que tuvo lugar en enero de 2019, en la librería La Central de la calle Mallorca de Barcelona, la autora reconoció que una de las ideas que dispararon la creación de Kentukis fueron sus conversaciones por Skype y ese momento en que la persona con la que hablas va a por un café y tú te quedas ahí, solo, observando un pedazo de hogar y te preguntas cómo será el resto, qué pasaría si pudieras echar un vistazo un poco más allá de la pantalla.
Pero, ¿qué es un kentuki? Son una extraña mezcla entre teléfono móvil (o cualquier dispositivo con cámara) y peluche. Los hay de diferentes formas y colores: conejos, cuervos, dragones… Y, como ocurre actualmente con cualquier novedad tecnológica, todo el mundo lo desea. La idea es sencilla: puedes comprar un kentuki y convertirte en amo de kentuki, o puedes ser kentuki y que en tu pantalla aparezca lo que ven los ojos del peluche. La pregunta que uno podría hacerse es ¿quién querría un bicho con ruedas y conexión a la pantalla de un desconocido dispuesto a mostrarle su vida? ¿Y quién necesita espiar la vida ajena a través de un peluche que no puede hablar, aunque sí moverse y observar? ¿Qué esperamos encontrar al otro lado?
En teoría, ni amo de kentuki ni kentuki pueden escoger quién habrá al otro lado, por lo que a menudo hay un choque de idioma, de edad, de cultura… Schweblin lo convierte en un fenómeno global que sirve para mostrar nuestro mundo globalizado, donde existen las desigualdades y los horrores, y donde siempre hay alguien que consigue enriquecerse aprovechando un hueco legal. Y es que, como también ocurre en la realidad, quien no puede comprarlo, pero lo desea, lo adquiere de otra manera; también hay quienes pagan grandes cantidades por poder acceder a lo que quieren: una familia con hijos, una familia pobre… como si la vida ajena fuera un parque de atracciones o un viaje turístico para descubrir realidades a las que ignorar a pesar de haberlas visto de cerca. También hay quienes los compran porque piensan que quizás harán compañía a los ancianos de una residencia, pero ¿cómo actúan los kentukis al descubrir lo que van a ver durante todo el día? ¿Cómo actuamos los humanos? ¿Cuántos carteles hay en las residencias recordando a los familiares que vayan a ver a sus ancianos?
Y es que, al final, los kentukis son simplemente una excusa para mostrarnos un retrato de ciertos afanes y comportamientos humanos: la búsqueda de la felicidad, de la identidad o de compañía se mezclan con los miedos, los egoísmos, el voyeurismo o el chantaje. Una mirada crítica que a veces es tierna, pero a menudo es dura, porque nos muestra esa parte que tenemos aunque no queramos mirar; miraremos hacia fuera, porque casi siempre es más fácil que mirar hacia dentro. Una mirada que nos permite comprobar nuestra relación con la tecnología e ir más allá de esa visión que señala simplemente nuestra dependencia. Porque Schweblin nos ofrece un cuadro que deja al descubierto cómo puede provocar alienación, frustración, crueldad, infantilismo, exhibicionismo, y una larga lista de problemáticas que, a su vez, nos recuerdan que a veces vemos el horror a través de la pantalla y no hacemos nada; o nos comportamos de forma brutal sin tener en cuenta quien está al otro lado, de la pantalla, de la puerta o de la otra piel.
¡Feliz martes y felices lecturas!
Inés Macpherson