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Era pequeña cuando descubrí la existencia de Baba Yaga. Fue en un libro de cuentos rusos, ilustrado por el magnífico Iván Yákovlevich Bílibin. Entre esas páginas encontré a esa anciana que viajaba en un mortero y que podía borrar sus pisadas con una escoba, y quedé fascinada por las patas de gallina de su cabaña. Por eso, cuando vi el título y la portada del libro que había publicado Impedimenta no me pude resistir. Me acerqué a él sin saber qué encontraría en el interior, qué historia, o historias, había tejido Dubravka Ugrešić para ese Baba Yagá puso un huevo (Impedimenta, marzo 2020, traducido por Luisa Fernanda Garrido y Tihomir Pištelek), y descubrí un tríptico narrativo que explora la figura femenina, las relaciones materno-filiales, la amistad, la vejez, la figura de Baba Yaga y la simbología que la acompaña.
La figura de la vejez está presente desde el principio, incluso en la pequeña introducción que precede al tríptico y que nos acerca al tono y la mirada que hallaremos a lo largo del libro. «Al principio no las ves. Y luego, de repente, como un ratón extraviado, se desliza en tu campo visual un detalle fortuito: un bolso de señora anticuado, una media caída […]. Pasan a tu lado como sombras, picotean el aire, caminan con trote corto, arrastran los pies por el asfalto, se mueven con pasitos de ratón, empujan carritos […]. Al principio son invisibles. Y de repente empiezas a fijarte en ellas. Se arrastran por el mundo como un ejército de ángeles envejecidos…». Con esta descripción uno ya tiene una imagen, pero también un recordatorio de lo que hemos hecho con la vejez: no querer verla, apartarla, escapar de ella como de la peste, como si la piel tersa impidiera el paso del tiempo y nos volviera inmortales. El tiempo, la enfermedad, la soledad o los silencios deambulan por estas historias que son distintas, pero hablan entre ellas.
Este Baba Yagá puso un huevo que nos ofrece Ugrešić es un tríptico, una narración dividida en tres partes que no parecen estar conectadas entre sí, pero que en cierto sentido lo están, tanto por la temática como por el lugar al que nos conducen. Cada parte tiene un título, una frase que nos remite a los cuentos y al personaje que sobrevuela nuestro imaginario desde el título. La primera parte, “Vete donde no te digo, tráete lo que no te pido”, está centrada en las relaciones materno-filiales y nos da la bienvenida rodeada de pájaros. La presencia de los pájaros nos hace pensar en la ilustración de la cubierta, pero también nos acerca, en parte, a un aspecto maravilloso, porque su comportamiento es extraño. A través de estas sutiles pinceladas, el universo mágico del relato y el folclore tiñe la historia de forma sutil, casi imperceptible, porque estamos, sobre todo en esta primera parte, ante una historia muy íntima y cercana.
Mediante una primera persona, la narradora describe con precisión a su madre, sus manías, su manera de relacionarse con los demás, las muestras de afecto (o la ausencia de ellas), la memoria que va y viene, sus palabras… «Todas sus palabras se habían dispersado […]. Se paraba delante de un montoncito de palabras como si constituyera un rompecabezas que no era capaz de componer». El lenguaje fluye con facilidad y con un punto poético, presentando la enfermedad de la madre como telarañas, que son en realidad las metástasis cerebrales que le han encontrado. Y así avanzamos poco a poco, creando una rutina, unos lazos familiares. Y dentro de esta rutina, de esta observación de la vejez desde la mirada de una hija, aparece un elemento extraño, la figura de una estudiante, Aba. La narradora explica que a Aba y a su madre «las unía un idéntico miedo a la desaparición, un deseo inconsciente de dejar huella, de perpetuarse […]. La sensación de ser invisibles tenía un efecto semejante al del ácido gástrico, no hacía más que estimular el hambre». Un hambre que agobia y asfixia a la protagonista durante el viaje a Bulgaria que hace con Aba para ser los ojos de su madre, para fotografiar, de manera literal, pero también de manera metafórica, una ciudad que ya no existe.
La frase “Pregunta, pero recuerda que la curiosidad no siempre es buena” da pie a la segunda parte. En ella, un narrador omnisciente nos presenta a tres mujeres mayores, Beba, Pupa y Kukla, que llegan a un balneario especializado en tratamientos para la tercera edad. La forma en que la autora presenta a los personajes y la atmosfera que crea revisten esta parte de un aire que se acerca más a lo maravilloso o a lo extraño, pero sin abandonar en ningún momento lo cotidiano; de nuevo, son pinceladas que juegan a su vez con el absurdo, con el humor y con lo simbólico. Introduce pequeños apuntes históricos y culturales, hay referencias a personajes mitológicos y de cuentos. Durante las seis jornadas que pasan en el balneario, los acontecimientos, que pueden ser tan sencillos como una charla, un masaje o un baño en la piscina, muestran un universo extraño por el que se van colando reflexiones sobre las mujeres, lo femenino, el feminismo… La autora sabe cómo introducir la crítica a la sociedad, a la forma en que tratamos a los mayores, a las mujeres. Entre los diálogos de las tres protagonistas encontramos afirmaciones como estas: «Todas las culturas primitivas sabían cómo enfrentarse a la vejez. […] Y, sin embargo, los hipócritas de hoy en día, que se escandalizan por el primitivismo de las antiguas costumbres, aterrorizan a sus ancianos sin sentir una pizca de remordimiento. No son capaces de matarlos, ni de ocuparse de ellos, ni de construirles unos establecimientos apropiados, ni de organizarles un servicio de cuidados digno. Los abandonan en dispensarios de muerte…». También descubrimos pequeñas puñaladas con un punto de mala leche en boca de Pupa, que nos recuerda que: «¡El dinero es una mierda! ¡Las personas son como moscas! ¡Y qué es lo que más atrae a las moscas sino la mierda!».
Lo cierto es que el lenguaje en manos de la autora se mueve con soltura, como lo hacen las referencias a los cuentos. A veces las encontramos en forma de referencia abierta, cuando uno de los personajes comenta un relato; en otras ocasiones, cuando se nos dice que, a veces, a las mujeres no les queda otra salida que convertirse en brujas. Pero en esta segunda parte, el aire a cuento impregna cada cierre: de forma poética e ingeniosa, ciertos acontecimientos, fragmentos o partes de los capítulos acaban con una rima, un juego de palabras en el que siempre aparece el cuento: «Y ¿nosotros? Nosotros avanzamos. ¡Mientras que de la vida se nos escapa su significado, lo único que el cuento quiere es ser contado!».
Y llegamos a la tercera parte, que recibe como título “El que sabe mucho envejece pronto”. Esta parte empieza con una carta de la folclorista Aba Bagay (la Aba de la primera parte), en la que responde a un editor y le adjunta un exhaustivo ensayo sobre la figura de Baba Yagá y la relación que tiene esta figura y todo lo que la acompaña con la novela que acabamos de leer. De esta manera, Ugrešić utiliza la figura de la folclorista para explicar los elementos que encontramos en las dos partes anteriores, pero sobre todo para exponer la complejidad y la riqueza de un personaje como Baba Yagá y el imaginario que la rodea.
Estamos ante un libro crítico y poético, que nos invita a reflexionar sobre nuestra sociedad contemporánea, sobre nuestra relación con la belleza, la juventud y la vejez y, en especial, con la figura de la mujer. Un libro que mezcla distintos recursos formales, que sabe tejer un relato salpicado de cuentos, de mitología, de historia y de maravilla y que nos recuerda que esos mitos, esas historias y esos personajes mutan, se transforman, se adaptan y siguen viajando con nosotros.
¡Feliz lunes y felices lecturas!
Inés Macpherson