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«Mira que eres». Podría ser el inicio de una canción, de ese «mira que eres linda»; podría ser el inicio de una queja, de una reprimenda, esa voz acompañada de un tono despectivo que te dice, estableciendo cierta distancia, «mira que eres torpe». Desde la franja clara de la cubierta de este libro, ese Mira que eres, de Luis Rodríguez (Candaya, octubre 2021), podría ser una invitación a mirar lo que eres, aunque quizá faltaría una tilde, y en el fondo tampoco sabemos a quién le propone ese juego: tal vez a sí mismo, al lector, a otra persona, a los personajes que habitan el libro, a los autores que cita y que se mezclan en la trama… Miremos.
Podríamos citar a Magritte y a su Ceci n’est pas une pipe y decir que esto no es estrictamente una novela, aunque su forma exterior parezca indicar que sí, con esa imagen que nos saluda antes de abrir su interior, una niña que nos mira, sonriente, estableciendo el primer juego: ante esa fotografía uno espera descubrir una historia relacionada con lo que nos transmite la imagen. Y lo que encontramos no es estrictamente una historia, una novela o un cuento, pero está relacionada, porque no encontramos con la mirada, con las imágenes, esas imágenes que Blanca tenía en casa y que podían ser la representación de un personaje o de otro, dependiendo del día, dependiendo de la historia que ella quisiera contar. Y es que este libro también nos habla de las historias, de cómo las contamos, de lo que decidimos explicar, de cómo empezamos. Yo he decidido empezar así, aunque no sé si es la mejor manera de hacerlo, así que me intentaré organizar. O tal vez no, y volveré sobre mis pasos para decir que, en un momento del libro podemos leer «esto no es una novela, es la contemplación de un rescoldo», así que, en el fondo, ya nos avisan las palabras de lo que tenemos entre manos.
Mira que eres es unjuego literario, un puzle de historias y reflexiones que ofrecen un extraño hilo para ir hilvanando fragmentos, referencias y sensaciones sobre la vida, la escritura, el arte, la muerte… un compendio de historias entrelazadas que dibujan la silueta de un personaje y de muchos otros, un abanico de hombres y mujeres, de nombres que aparecen y desaparecen, que se mezclan, como se mezclan las historias, los relatos y libros por los que deambulamos. La necesidad de contar una historia, de escucharla, de compartirla, de aprender a leer entre líneas; la lectura y la escritura (aunque también la música, el cine, el teatro, el arte en todas sus expresiones) como lugar de reflexión y de encuentro; fragmentos y citas de libros que disparan relatos, anécdotas, pensamientos.
El libro consta de un preámbulo y tres partes. ¿Están conectadas? ¿Acaso importa? El inicio ya te demuestra que hay que dejarse llevar, aceptar el juego, estar dispuesto a no hacer caso de las exigencias del cerebro, que sigue buscando esa línea continua que va del punto A al punto B. Aquí no importa, no es eso lo que nos ofrecen estas páginas, donde la escritura, la literatura, la identidad, la vida y la muerte se van colando por las rendijas de los relatos. Porque esos temas forman parte de todo relato, como el del pueblo que considera que «no desaparecemos mientras hagamos sombra. Solo la ausencia de sombra es la muerte definitiva». Frases que nos atrapan, se quedan en la retina, pero que luego nos llevan al cine, a hablar de la velocidad, de lo efímero… y de nuevo las sombras.
En el preámbulo, que podríamos pensar que es una carta, una introducción, pero que es eso y más, porque aquí no se trata de delimitar y trazar fronteras, sino de tomar cada una de esas líneas que a menudo nos dicen que no debemos cruzar y diluirlas, combinarlas, amasar las palabras y las voces narrativas, encontramos una especie de biografía dirigida a alguien, porque «no te he contado…». Y quizá nos lo cuenta a nosotros, al lector, a otra persona que escucha, que lee, que forma parte de las palabras. Nos cuenta una historia, la de cómo se conocieron, la de él, pero en el fondo «no te hablo de él, te muestro el pliegue del tiempo que, por lo que sea, he elegido». La persona y su historia como espacio para narrar y reflexionar, para comprobar las heridas, los vacíos, mantener las sombras y observar el tiempo.
Tras esta especie de preámbulo llega la primera parte, ese “Un” que nos recibe dibujado sobre una pared. Aquí encontramos sesenta fragmentos que son una mezcla de relatos, aforismos, reflexiones… «Arrastramos la mirada por nuestro entorno sin ser conscientes de que somos lo que ella acarrea. Aquello en lo que nos detenemos, el tiempo que lo hacemos. Somos lo que miramos». Y miramos muchas cosas a lo largo de la vida; los ojos captan formas, personas, historias… Quizá por eso, aquí hay elementos cotidianos que se mezclan con las reflexiones y las referencias históricas: parejas, anécdotas; entramos en el Lidl y después nos adentramos en la culpa para saltar al siguiente fragmento y encontrar una referencia a la Ilíada. Gisela, el Lidl y los dioses, Marco Aurelio, Flaubert o Yourcenar se encuentran, no físicamente, pero sí entre las frases, que nos invitan a preguntarnos cómo definir un personaje, cómo nos afecta la lectura, por qué escribimos, cómo miramos, cómo vivimos. «Escribo para mirar lo que no veo», nos dice. Y en esa frase hay tanto, que te detienes un segundo para tomar aire y continuar. De hecho, hay tanto en tantas frases que el propio libro te pide pausa, tranquilidad, leerlo poco a poco.
La segunda parte empieza también de una forma extraña, con alguien que viaja siempre caminando. Aparecen otros personajes, otras historias que nos hablan del teatro. Encontramos la idea de un escritor dios que puede poner a sus personajes las dificultades que quiera, para después ofrecerle las soluciones que ha imaginado, para después recordar que la vida no es así, que por mucho que queramos utilizar la imagen del teatro, de los espectadores, de los actores, la vida no es así. Hay también entre estas páginas una especie de biografía lectora, una gran cantidad de referencias, de títulos y autores que van apareciendo entre fragmentos de las historias y los diálogos de los personajes. Y la muerte, el suicidio, la identidad, el deseo de ser otro, esos temas que se van colando de forma natural, que nos ofrecen un espejo donde mirarnos, donde mirar.
La tercera parte es solo una frase. Palabras que podrían ser un final o un inicio. Una forma extraña de acabar que nos recuerda la forma del viaje que nos ha ofrecido Luis Rodríguez y que, en el fondo, también nos habla de esa necesidad que todos tenemos de contar historias.
¡Feliz lunes y felices lecturas!
Inés Macpherson