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En una época como la actual, en la que el diálogo está en boca de todos pero nadie lo practica, me parece interesante recuperar un libro que, con su título, nos recuerda la importancia de un arte que tiene ya muchos siglos. Se trata de El arte de conversar, de Oscar Wilde, publicado por la editorial Atalanta y que ya va por su quinta edición.
Ante todo, hay que decir que no estamos ante un libro en el que se nos den las claves para dominar dicho arte ni tampoco una alabanza del mismo como manera de llegar a adquirir un conocimiento o un entendimiento entre partes. Se trata más bien de una constatación de la capacidad de Wilde como conversador y, curiosamente, como narrador oral. Acostumbrados como estamos ahora a que se discuta en pantalla, tanto en la televisión como en las redes sociales, la idea de una conversación privada, de ese arte efímero que se comparte en un espacio reducido y con un número reducido de personas empieza a ser algo extraño. No es que no hablemos, pero de hecho, quizás sí que hemos perdido la capacidad de hablar y de escuchar realmente.
Roberto Frías ha realizado la traducción y la edición de esta obra para Atalanta, añadiendo a los textos de Wilde una introducción y un epílogo (casi autobiografía) maravilloso que acompañan los relatos, los aforismos y escritos de Wilde, ese hombre que da la sensación que aunó literatura y vida de una forma peculiar. Se ha dicho mucho de Oscar Wilde y planea sobre su figura una serie de epítetos, tópicos y etiquetas que, a menudo, lo coartan, pues es más amplio que todo eso.
Como narradora oral, debo reconocer que me fascinó descubrir esta faceta en Wilde, a quien siempre imaginé pluma en mano. Pero las palabras tienen muchas formas de fluir, y si tienes quien escuche realmente y recuerde o anote lo que has dicho, siempre puedes acabar condensando sobre el papel lo que se ha pronunciado en una sala, en una mesa, entre amigos. Como Frías recuerda en la introducción, donde explica las circunstancias en las que se narraron algunas de las historias que se reúnen en este libro, Wilde sabía escuchar y, gracias a esa escucha, también sabía hablar, contar, narrar. En relación a uno de dichos relatos, «El poeta», cuenta que el autor explicó varias versiones del mismo. Y que cuando lo hizo con André Gide, antes de narrarlo dejó que éste explicara lo que había hecho aquel día. Al acabar de escuchar, Wilde le dijo que todo aquello le parecía común y corriente, falto de interés para ser narrado. Y cita: «Usted mismo debe entender que carece de interés. Sólo hay dos mundos: uno que existe sin necesidad de nombrarlo, llamado el mundo real, y el otro, el mundo del arte, del que hay que hablar porque sin nuestras palabras no existiría».
Ahora nuestras palabras quedan grabadas en internet, en las redes sociales, en blogs como este, pero a menudo son palabras que forman parte de un monólogo, de un espejo de uno mismo que busca una respuesta que a menudo no llega, porque en el fondo no estamos conversando con el otro, sino con una inmensidad silenciosa desde el teclado de un ordenador. ¿Qué tipo de diálogo tenemos si lo que hacemos es lanzar las palabras al vuelo, contra la nada, a veces en forma de consigna, a veces en forma de carta abierta que quizás tampoco llegue nunca a quien la necesita leer? ¿Qué tipo de conversación, qué tipo de comunicación tenemos si no sabemos si realmente hay alguien al otro lado y, si lo hay, no sabemos si realmente nos escucha?
El poder de la palabra, de la tradición oral, de la conversación, es algo que no tendríamos que olvidar, y este pequeño libro cargado de historias, de aforismos y acompañado de las introducciones y explicaciones magníficas de Roberto Frías, es una buena manera de recordarlo.
Inés Macpherson