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Delphine de Vigan, Editorial Anagrama, Grup 62, Las lealtades
Descubrí a Delphine de Vigan gracias a su extraordinaria Nada se opone a la noche (Anagrama, 2012) y desde entonces disfruto adentrándome en las historias que construye. Eso sí, las realidades que retrata no suelen ser amables. Sabe contemplar el mundo sin maquillar ni juzgar, sin querer esconder el dolor, la culpa, la soledad o la angustia. Tampoco pretende sentar cátedra ni señalar la moralidad o inmoralidad de los actos y pensamientos de sus personajes. Simplemente son. Están allí. Ella observa y nosotros lo hacemos a través de su prosa.
En Las lealtades, publicada en octubre de 2019 por Anagrama en castellano y por Grup 62 en catalán, Delphine de Vigan nos presenta a diversos personajes. La primera es Hélène, una mujer que lleva unos años en la docencia y que ha aprendido a observar a sus alumnos, porque a veces se puede leer en una postura la historia de una persona. Es lo que cree estar haciendo con Théo, uno de sus alumnos. Con doce años y medio, Théo parece cansado, retraído. No se separa de su mejor amigo, Mathis, y eso tendría que ser algo bueno, porque significa que el chico socializa, pero Hélène sospecha que hay algo más, que le ocurre algo; algo que pasa entre las cuatro paredes del hogar.
A partir de las suposiciones de Hélène, iremos descubriendo su historia, la de Théo, la de Mathis y la de su madre, Cécile. Otras historias se irán desgranando a su alrededor, detonantes de unas situaciones donde la identidad, la amistad y sobre todo la lealtad se pondrán a prueba. ¿Debemos ser leales a nuestros amigos y callar porque nos lo han pedido, aunque sepamos que ese silencio puede ser mortal? ¿Debemos ser leales a nuestra pareja y callar porque hemos descubierto que guarda un secreto? ¿Debemos ser leales a nuestros padres y callar porque también nos lo han pedido, aunque ese silencio puede destruirlos a ellos y a nosotros mismos?
El pequeño fragmento de mundo que nos ofrece De Vigan en esta novela está compuesto por cuatro voces narrativas: las dos adultas hablan en primera persona, mientras que el foco en los dos adolescentes pasa a una tercera que permite observar y estar dentro de su cabeza pero con cierta distancia. Aunque esos son los cuatro personajes principales, hay otros que circulan a su alrededor como motores de la crisis que hace que todo se tambalee. Como el título indica, este es un libro que nos habla de lealtades, de esos pactos por los que a menudo consideramos qué podemos decir y qué no, qué podemos hacer y qué no. Lo que hace la autora es demostrar cómo esas lealtades crean lazos de unión, pero también soledades, aislamientos que nos impiden comunicarnos incluso cuando sabemos que es la única solución para salvarnos o para salvar al otro. Aquello positivo puede llegar a ser negativo y a la inversa, creando una ambigüedad que, a su vez, permite contemplar algunos de los aspectos más duros y dolorosos de nuestra sociedad.
Hay algo tenso en la historia y en la prosa que utiliza De Vigan. No es un lenguaje hiriente, pero lo que nos cuenta lo es. Nos golpea poco a poco, arañando el velo con el que a menudo se cubre todo aquello que no queremos ver. La necesidad de encajar, de ser y acatar lo que se espera de uno mismo; las heridas que dejan marca para siempre y te arrancan posibilidades que otras personas seguirán teniendo; la traición, la depresión, el pozo por el que podemos caer arrastrando a aquellos que más queremos; pero sobre todo el silencio, ese silencio que se nos atraganta y entonces gritamos; gritamos como Hélène cuando comprende que ocurre algo y que no puede hacer nada, simplemente contemplar cómo parte del sistema sigue abriendo en canal una herida que ella cree reconocer.
Y es que el personaje de Hélène representa un comportamiento interesante. Ella, marcada desde la infancia, observa el mundo desde sus heridas. Se hizo una promesa hace años y quiere cumplirla, pero a veces cuando nuestro infierno nos señala con tanta fuerza, es difícil imaginar otros infiernos, otros pozos por los que descender que no sean los propios. Y eso nos permite comprender que, a menudo, contemplamos el mundo únicamente desde nuestros ojos, incapaces de ver más allá porque las cicatrices no nos dejan pensar algo distinto. En un momento, Hélène dice que «A veces me digo que hacerse adulta tan solo sirve para eso: reparar las pérdidas y los daños del comienzo. Y mantener las promesas del niño que hemos sido».
Pero a veces el niño que hemos sido no quiere ser. O como mínimo no quiere sentir, no quiere pensar, porque se siente atrapado. Eso es lo que le ocurre a Théo, y en parte también a Mathis: dos adolescentes completamente distintos, pero que sienten una soledad que les pesa. En el caso de Théo, hay también una angustia que no puede compartir por esa lealtad que le cierra la boca y que, además, le obliga a dividir su mundo en dos: el de su madre y el de su padre, divorciados. Por eso el alcohol para Théo es diferente. Para Mathis es una distracción; para él es una forma de escapar, de olvidarse de sí mismo. Lo que pasa es que, a menudo, cuando uno huye, puede acabar cayendo también en otro pozo.
Delphine de Vigan ha creado un libro brillante, directo, breve y conciso que incomoda porque habla de algunas de esas realidades que a veces salpican las noticias y las estadísticas, pero que aquí pasan de los números a las emociones a través de la amistad, de la familia y de la forma en que las heridas a veces nos atan de la misma manera que los lazos afectivos.
Inés Macpherson
Reseña escrita originalmente para Anika Entre Libros