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Encuentosydesencuentos's Blog

~ Un paseo entre cuentos y libros con Inés Macpherson

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Archivos de etiqueta: Ana María Matute

Siete casas vacías, de Samanta Schweblin (Páginas de Espuma)

22 lunes May 2017

Posted by encuentosydesencuentos in Cuentos, Lecturas y reseñas

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Etiquetas

Ana María Matute, Cuentos, NoExpliqueu, Nollegiu, Páginas de Espuma, Samanta Schweblin, Siete casas vacías

Hace tiempo que Páginas de Espuma se ha convertido en una editorial de referencia para el mundo del relato. Con ediciones exhaustivas y extraordinarias de autores consagrados, como la dedicada a los cuentos de Edgar Allan Poe o los de Antón Chejov, y ediciones cuidadosas de autores actuales, son una apuesta segura para el amante del relato corto. Además, son los editores del Premio Internacional de Narrativa Breve Ribera del Duero, un premio al que cada edición se presentan más autores. En 2015, Samanta Schweblin ganó dicho premio con una recopilación impresionante: Siete casas vacías.

Siete casas vacias

El título de esta recopilación nos hace pensar enseguida en uno de los protagonistas de los relatos: las casas. En algunos cuentos la presencia de la casa es más palpable que en otros, pero siempre está presente, su interior o lo que ocurre al otro lado, en la periferia, de las casas propias y las ajenas. Y es que las relaciones personales, normalmente, tienen un espacio acotado, un lugar en el que nacen, se enraízan, se rompen… Quizás por eso en muchos de los relatos nos encontramos precisamente con esas relaciones tan habituales en las casas: las de las familias, las filiales, o las propias, las que tiene uno mismo con la familia y su espacio. Pero la acción no siempre ocurre en dichas casas. A veces es en el jardín, en la puerta, en el rellano o en el coche… Por eso hablamos de casas vacías, aunque a veces ese vacío está habitado, y es la persona quien quiere salir, sin poder hacerlo, huir, vaciar el lugar de su presencia. También por eso, en algunos relatos nos enfrentamos a los silencios, a la intimidad, a las crisis personales o a la locura. Como la propia autora comentaba en una entrevista en InfobaeTV, hay un recorrido por la locura en sus relatos, pero no por la locura de los “locos”, sino por la de las personas sanas, las que están cansadas de «arrastrar siempre los mismos problemas, con los que han luchado y han probado miles de maneras de escapar y, de pronto, empiezan a probar nuevas alternativas».

Las escenas que suceden en las casas de «Nada de todo esto», el relato que inicia el libro, tienen un punto extraño, pero no en el sentido de sus relatos anteriores, como los que podíamos encontrar en Pájaros en la boca. Aquí hay algo más cercano, más palpable, menos fantástico. La extrañeza es más difusa, está más enlazada con la realidad emocional y mental de los personajes, haciendo que lo extraño no se sitúe tanto en la imperturbable reacción de los protagonistas como en la sutileza que subyace en lo que está ocurriendo. Nos extraña, pero de manera distinta, incomodándonos por lo humano que nos llama y nos observa.

En «Mis padres y mis hijos» vemos ese difícil universo que es el de la pareja divorciada, siempre con ganas de echar la culpa al otro, de encontrarle los defectos para arrancarle los ojos, o como mínimo la custodia. En este caso, una pareja divorciada se encuentra ante un pequeño problema: ella quiere que los hijos se queden con el padre, pero el padre no puede dejar a sus progenitores solos… ¿Por qué? Pues quizás porque en este preciso instante van corriendo desnudos por el jardín. Y la desnudez es algo espantoso, o al menos eso nos han hecho creer. El impudor, la desnudez, tanto de los cuerpos ancianos como de los cuerpos infantiles, implica una serie de cosas en el imaginario colectivo. Lo interesante de este relato es cómo la autora llega al final, cómo el horror que se ha ido tejiendo alrededor del suceso contrasta con lo que se ve al otro lado del cristal de la casa. Algo similar ocurre con el relato «El hombre sin suerte», donde una niña acompaña a sus padres y a su hermana al hospital por una intoxicación y debe prestar sus bombachas (bragas), que son blancas, para que su padre las pueda sacar por la ventana del coche y le dejen pasar más rápido. Lo que ocurre al llegar al hospital, la situación que se da en los grandes almacenes y que sólo el lector puede rellenar, pues la narración no lo dice, nos recuerda que, las historias, a menudo, están hechas de a dos: con el autor y el lector. Y en ese dúo reside lo fascinante, pues la autora juega con nuestro imaginario colectivo, con nuestra mente; dispone una serie de elementos que nos hacen presuponer, intuir. ¿Qué ocurre realmente? ¿El hecho es inocente o lo es sólo la niña, que ve el mundo con unos ojos distintos que los nuestros?

En la casa de «Para siempre en esta casa», una mujer vive la pesadilla de tener que recoger cada cierto tiempo la ropa del hijo muerto de sus vecinos. Es una especie de ritual aceptado, doloroso para ambas partes, que nos recuerda la dificultad de algunos duelos, de saber que hay que dejar algún espacio para que circule el aire. En cambio, en el relato «Cuarenta centímetros cuadrados» asistimos precisamente a lo contrario, a esa falta de aire, de espacio, no tanto porque el lugar en el que se lleve a cabo la acción sea pequeño, sino por el espacio que uno siente que ocupa en su vida, en el mundo, en relación con los demás. Este es uno de los relatos más hermosos de la recopilación, aunque no el más potente. Ese adjetivo cae sobre el relato más largo de todo el libro, «La respiración cavernaria». En esta historia poética y llena de simbolismo, asistimos a la narración en tercera persona de una mujer mayor que quiere morir porque tiene una respiración cavernosa. Ella tiene una lista de todo lo que debe ir haciendo para morirse. Sus recuerdos se entremezclan con la narración de manera sutil, dejando que intuyamos, revistiendo la vulnerabilidad que nos transmite de algo distinto, algo extraño y que nos inquieta. Con un final y unas reflexiones fascinantes, este cuento se adhiere al lector, ofreciendo una visión brutal de la obsesión, la culpa y el dolor a través de una voz narrativa increíble.

Acaba la recopilación «Salir», un extraño relato donde una mujer sale de casa en albornoz y se sube al coche de un hombre. La sensación que tenemos como lectores es que, tras haber transitado por realidades palpables, en este caso hay algo onírico, irreal y fascinante que nos extraña y nos acoge.

Como ya anuncié hace unos días, los cuentos de Samanta Schweblin se encontrarán con los de Ana María Matute en la próxima sesión de la #NoExpliqueu, en la librería Nollegiu. Será este miércoles 24, a las 19:30.

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¡Feliz lunes y felices lecturas!

Inés Macpherson

 

Los cuentos vagabundos de Ana María Matute

30 viernes Dic 2016

Posted by encuentosydesencuentos in Cuentos

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Etiquetas

Ana María Matute, Cuentos, Ediciones Destino, La puerta de la luna, Los cuentos vagabundos

A veces, como narradora de cuentos o simplemente como enamorada del género, me encuentro ante la clásica pregunta de «¿Por qué te gustan tanto los cuentos?». He dado muchas respuestas, algunas más personales, otras más literarias, pero siempre sintiendo que me quedaba corta. Por suerte, uno siempre puede acudir a palabras ajenas para intentar explicar lo que siente, lo que piensa. Y hoy he encontrado las palabras que necesitaba.

puerta-luna

Leyendo La puerta de la luna. Cuentos completos, de Ana María Matute (Ediciones Destino, 2010), me he encontrado con un texto extraordinario: «Los cuentos vagabundos». No creo que exista mejor manera de describir la magia de los cuentos. Así que, aquí os dejo las palabras de Matute, para que acabéis el año en buena compañía y con ganas de seguir descubriendo cuentos como los que ella escribía, y como los que tantos otros escritores y escritoras han creado y seguirán creando. Porque estamos hechos de historias:

«Los cuentos vagabundos», de Ana María Matute

Pocas cosas existen tan cargadas de magia como las palabras de un cuento. Ese cuento breve, lleno de sugerencias, dueño de un extraño poder que arrebata y pone alas hacia mundos donde no existen ni el suelo ni el cielo. Los cuentos representan uno de los aspectos más inolvidables e intensos de la primera infancia. Todos los niños del mundo han escuchado cuentos. Ese cuento que no debe escribirse y lleva de voz en voz paisajes y figuras, movidos más por la imaginación del oyente que por la palabra del narrador.

He llegado a creer que solamente existen media docena de cuentos. Pero los cuentos son viajeros impenitentes. Las alas de los cuentos van más allá y más rápido de lo que lógicamente pueda creerse. Son los pueblos, las aldeas, los que reciben a los cuentos. Por la noche, suavemente, y en invierno. Son como el viento que se filtra, gimiendo, por las rendijas de las puertas. Que se cuela, hasta los huesos, con un estremecimiento sutil y hondo. Hay, incluso, ciertos cuentos que casi obligan a abrigarse más, a arrebujarse junto al fuego, con las manos escondidas y los ojos cerrados.

Los pueblos, digo, los reciben de noche. Desde hace miles de años que llegan a través de las montañas, y duermen en las casas, en los rincones del granero, en el fuego. De paso, como peregrinos. Por eso son los viejos, desvelados y nostálgicos, quienes los cuentan.

Los cuentos son renegados, vagabundos, con algo de la inconsciencia y crueldad infantil, con algo de su misterio. Hacen llorar o reír, se olvidan de donde nacieron, se adaptan a los trajes y a las costumbres de allí donde los reciben. Sí, realmente, no hay más de media docena de cuentos. Pero ¡cuántos hijos van dejándose por el camino!

Mi abuela me contaba, cuando yo era pequeña, la historia de «La niña de nieve». Esta niña de nieve, en sus labios, quedaba irremisiblemente emplazada en aquel paisaje de nuestras montañas, en una alta sierra de la vieja Castilla. Los campesinos del cuento eran para mí una pareja de labradores de tez oscura y áspera, de lacónicas palabras y mirada perdida, como yo los había visto en nuestra tierra. Un día el campesino de este cuento vio nevar. Yo veía entonces, con sus ojos, un invierno serrano, con esqueletos negros de árboles cubiertos de humedad, con centelleo de estrellas. Veía largos caminos, montaña arriba, y aquel cielo gris, con sus largas nubes, que tenían un relieve de piedras. El hombre del cuento, que vio nevar, estaba muy triste porque no tenía hijos. Salió a la nieve, y, con ella, hizo una niña. Su mujer le miraba desde la ventana. Mi abuela explicaba: «No le salieron muy bien los pies. Entró en la casa y su mujer le trajo una sartén. Así, los moldearon lo mejor que pudieron». La imagen no puede ser más confusa. Sin embargo, para mí, en aquel tiempo, nada había más natural. Yo veía perfectamente a la mujer, que traía una sartén, negra como el hollín. Sobre ella, la nieve de la niña resaltaba blanca, viva. Y yo seguía viendo, claramente, cómo el hombre moldeaba los pequeños pies. «La niña empezó entonces a hablar», continuaba mi abuela. Aquí se obraba el milagro del cuento. Su magia inundaba el corazón con una lluvia dulce, punzante. Y empezaba a temblar un mundo nuevo e inquieto. Era también tan natural que la niña de nieve empezase a hablar… En labios de mi abuela, dentro del cuento y del paisaje, no podía ser de otro modo. Mi abuela decía, luego, que la niña de nieve creció hasta los siete años. Pero llegó la noche de San Juan. En el cuento, la noche de San Juan tiene un olor, una temperatura y una luz que no existen en la realidad. La noche de San Juan es una noche exclusivamente para los cuentos. En el que ahora me ocupa también hubo hogueras, como es de rigor. Y mi abuela me decía: «Todos los niños saltaban por encima del fuego, pero la niña de nieve tenía miedo. Al fin, tanto se burlaron de ella, que se decidió. Y entonces, ¿sabes qué es lo que le pasó a la niña de nieve?». Sí, yo lo imaginaba bien. La veía volverse blanda, hasta derretirse. Desaparecía para siempre. «¿Y no apagaba el fuego?», preguntaba yo, con un vago deseo. ¡Ah!, pero eso mi abuela no lo sabía. Sólo sabía que los viejos campesinos lloraron mucho la pérdida de su niña.

No hace mucho tiempo me enteré de que el cuento de «La niña de nieve», que mi abuela recogiera de labios de la suya, era en realidad una antigua leyenda ucraniana. Pero ¡qué diferente, en labios de mi abuela, a como la leí! La niña de nieve atravesó montañas y ríos, calzó altas botas de fieltro, zuecos, fue descalza o con abarcas, vistió falda roja o blanca, fue rubia o de cabello negro, se adornó con monedas de oro o botones de cobre, y llegó a mí, siendo niña, con justillo negro y rodetes de trenza arrollados a los lados de la cabeza. La niña de nieve se iría luego, digo yo, como esos pájaros que buscan eternamente, en los cuentos, los fabulosos países donde brilla siempre el sol. Y allí, en vez de fundirse y desaparecer, seguirá viva y helada, con otro vestido, otra lengua, convirtiéndose en agua todos los días sobre ese fuego que, bien sea en un bosque, bien en un hogar cualquiera, está encendiéndose todos los días para ella. El cuento de la niña de nieve, como el cuento del hermano bueno y el hermano malo, como el del avaro y el del tercer hijo tonto, como el de la madrastra y el hada buena, viajará todos los días y a través de todas las tierras. Allí, a la aldea donde no se conocía el tren, llegó el cuento, caminando. El cuento es astuto. Se filtra en el vino, en las lenguas de las viejas, en las historias de los santos. Se vuelve melodía torpe, en la garganta de un caminante que bebe en la taberna y toca la bandurria. Se esconde en las calumnias, en los cruces de los caminos, en los cementerios, en la oscuridad de los pajares. El cuento se va, pero deja sus huellas. Y aun las arrastra por el camino, como van ladrando los perros tras los carros, carretera adelante. El cuento llega y se marcha por la noche, llevándose debajo de las alas la rara zozobra de los niños. A escondidas, pegándose al frío y a las cunetas, va huyendo. A veces pícaro, o inocente, o cruel. O alegre, o triste. Siempre, robando una nostalgia, con su viejo corazón de vagabundo.

¡Feliz año y felices lecturas!

Inés Macpherson

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