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Hay libros que sabes que vas a leer, por el tema, por la autora, porque hay algo que te dice que quieres recorrer esas páginas, observar espacios conocidos y desconocidos a través de los ojos de otra persona. Cuando supe que Anagrama iba a publicar Alguien camina sobre tu tumba. Mis viajes a cementerios, de Mariana Enríquez, supe que iba a caer, porque sumergirse en el imaginario de Mariana Enríquez es un placer, y porque comparto esa curiosa fascinación por los cementerios.

Cuando murió mi abuelo pisé por primera vez un cementerio. En ese momento no fui consciente del lugar, solo de la pérdida; la muerte era una realidad presente de la que casi nadie hablaba realmente, pero en la que yo pensaba a menudo. Dicen que la certeza de la propia muerte hace que observes la vida de otra manera. Pero cuando entras en contacto con la de los demás, con todos los nombres, conocidos y desconocidos, que han sido una vida y que ahora ya no están, aunque perduren en la memoria de las piedras y de la tierra, es posible que encuentres otra manera de mirar. Eso fue lo que me ocurrió un verano, con apenas 20 años, en Edimburgo. Era el primer viaje que hacía a la capital escocesa, iba con mi prima, y decidimos ir a comer a un parque, o a lo que creíamos que era un parque. Había bancos, no nos habíamos fijado en la señalización… y descubrimos que estábamos caminando entre tumbas. No recuerdo qué cementerio era, pero la sensación fue extraña. Convivían con la muerte, no estaba escondida ni aislada ni entre altos muros. Estaba allí. Y empecé a visitar cementerios, porque me di cuenta de que las historias que habitaban esas piedras, las de las vidas pasadas, pero también las de las propias piedras, la de los lugares, hacían que encontrara una respuesta sin palabras, algo que me ha ido acompañando. Supongo que por eso me interesaba observar la mirada de Mariana Enríquez, caminar con ella por cementerios, recordar algunos visitados, apuntar otros desconocidos, imaginar las estatuas, los árboles, las historias…

Alguien camina sobre tu tumba es una crónica de viajes, un paseo por diferentes cementerios, pero también es una puerta a diferentes historias, personales y ajenas, del pasado, del presente, de las piedras y de las ciudades. No se trata simplemente de un catálogo de necrópolis, sino de un viaje que aúna la narración experiencial, la crónica personal y la exploración de la historia de la ciudad, de la vida cotidiana, de las leyendas y de los relatos que la autora sabe asociar a la vida y a la muerte, a las calles transitadas y a las que están dormidas, las silenciosas, las de las estatuas y las piedras.

Lo primero que hice al tener el libro entre mis manos fue ir a buscar el índice: quería comprobar si la autora había transitado por algún cementerio que yo conociera. Ahí estaba. Highgate, uno de esos lugares que no supe que existían hasta que lo encontré en un libro. Es uno de los regalos que te da la literatura: a veces la ficción hace que descubras lugares reales que no figuraban en tu mapa personal. Así que reconozco que no empecé por el principio del libro. Me fui a Londres, a recorrer sobre el papel los árboles y las piedras del cementerio de Highgate. Y lo más curioso es que, sin saberlo, empecé por uno de los viajes que la autora describe como una despedida de la juventud (mientras que el primero, el que inicia el libro, el cementerio de Staglieno, en Génova, podría leerse casi como una despedida de la adolescencia). Hay algo nostálgico y poético en la forma en que Mariana Enríquez relata y describe, en la manera en que mezcla lo personal, esos motivos que la empujan al viaje y al cementerio, y lo que observa: la exposición de los símbolos que adornan el cementerio, la búsqueda de la figura de Marx, el relato del vampiro de Highgate…

Esa es la tónica que encontramos en casi todas las crónicas del libro: el tejido íntimo del viaje personal se mezcla con la descripción de las esculturas, con fragmentos de historia que nos llevan al pasado, a la creación de los cementerios o a la historia misma de la ciudad. Curiosidades, apellidos, historias de los allí enterrados y de los que también caminaron entre esas tumbas. Es preciosa, por ejemplo, la descripción del cementerio de Carhué, provincia de Buenos Aires: la historia de la inundación, la forma en que narra los acontecimientos y luego nos muestra cómo quedó el cementerio marcado por la sal… Es en estos pequeños fragmentos donde encontramos la parte más poética, esa prosa narrativa que es crónica, pero es mucho más que eso.

Cada cementerio es único, no solo por su arquitectura o por su historia, sino por los motivos que llevan a la autora allí y por lo que ella explica en relación al lugar. Es hermoso ver el recuerdo de un cementerio que ya no existe pero que la ficción inmortalizó, el de Los Inocentes, y ver cómo la autora lo busca, cómo el fantasma de ese lugar marca su paseo por París. Arranca una sonrisa reconocerse en la fascinación que despertó la imagen de la portada de Medianoche en el jardín del bien y el mal y ver lo que ocurrió con esa estatua y lo que uno puede encontrar en la Savannah real. La belleza de las esculturas, la forma en que las describe hace que no necesites fotos, pero necesites ir a verlas, para comprobar esas figuras, esa presencia de ángeles, de muertes, de figuras postradas… o del beso de la muerte del cementerio de Poblenou de Barcelona. La forma en que la vida y la muerte se dan la mano en estos pequeños fragmentos de historia es equilibrada: encontramos retratos de ciudades marcadas por el turismo, encuentros con extraños, comentarios de los lugareños sobre los barrios, sobre los muertos; anécdotas fascinantes como la del bohemio que entró en un cementerio con una bailarina y un violinista para bailar (no caminar) entre tumbas, y pequeños fragmentos de realidad dolorosa, como la pérdida de un amigo. Insisto, la vida y la muerte aquí se dan la mano, y Mariana Enríquez sabe hacer que lo propio forme parte un poco del lector, porque, aunque parezca que cuenta algo muy concreto y personal, acaba haciéndolo más amplio.

No sé si es un libro para cualquier lector. Yo sabía que era para mí, porque me gusta observar cómo otros observan y tratan la muerte, y más si eso me permite viajar por México y Nueva Orleans, si me descubre historias de zonas de Argentina, Chile o Australia que no conocía, si me hace contemplar mi propia ciudad desde una mirada que no es la mía. Aquí encontramos lo pequeño y lo grande, las avenidas de esculturas estéticamente hermosas y las historias chiquitas, las de los muertos propios, las de los desaparecidos. Los cementerios como espacio de memoria, una forma de recordar, no solo un nombre, sino de recordar en general lo que somos. Quizá por eso me ha gustado encontrar entre los lugares que la autora quiere visitar uno que conozco: la cripta de los capuchinos, en Roma. Se trata de una pequeña cripta, un pasillo que puedes cruzar en un suspiro, pero que te atrapa por su macabra decoración de huesos. En la entrada, te recibe un mensaje escrito: «como vosotros nosotros éramos, como nosotros vosotros seréis». Y en el fondo, hay algo de eso, como mínimo en mis paseos por las tumbas: recordar que somos eso, recordar que estamos vivos, que todos esos nombres fueron vidas y comprender que dentro de ese silencio puede haber belleza.

¡Feliz miércoles y felices lecturas!

Inés Macpherson