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Fue por Kierkegaard. O quizá fue Feuerbach. No, no fue así. Aunque sus nombres salieron en alguna conversación. En realidad, fue en un bar, en el año 2001 si no recuerdo mal. Allí conocí a Woody Allen. Tampoco es cierto. Hacía años que veía sus películas (en clase de inglés, creo que fue en séptimo, nos ponían fragmentos de Todo lo que siempre quiso saber sobre el sexo o Bananas, y en casa Misterioso asesinato en Manhattan se había convertido ya en una obra de culto e íbamos repitiendo diálogos y frases sueltas como si fuéramos aspirantes a actores). Pero lo que sí es cierto es que fue entonces cuando descubrí su escritura. Pasaba muchas noches en ese bar, conversando con las mismas personas, y pronto descubrimos que nos gustaban los diálogos absurdos, en los que salían los filósofos antes mencionados (tenía un sentido, porque en ese momento yo estaba estudiando la carrera de Filosofía) y otras muchas referencias literarias, musicales, cinéfilas o de algún tema absurdo que flotara en el ambiente. Un día, alguien me preguntó si había leído los cuentos de Woody Allen y dije que no. Me los recomendó con tanto entusiasmo, que fui a por ellos. Fue como abrir la puerta a otra faceta de Allen, una que comparte muchos elementos con sus películas, pero de forma diferente: a veces más sutil, a veces más absurda, a veces con unas referencias que se te escapan pero que te hacen sonreír. Y algo similar ocurre cuando te adentras en A propósito de nada (Alianza Editorial): que las anécdotas, la vida, el retrato de una época y de una industria se entremezclan con esos apuntes magníficos en los que te arranca una sonrisa y, a veces, una carcajada.

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Es posible que hablar de este libro no tenga sentido, ya que aquellos que sienten curiosidad no necesitan que nadie la alimente para que se acerquen a él, y es posible que aquellos que no quieren ni escuchar el nombre del director sigan sin acercarse a él por muchos elogios que lean. No quiero entrar en el tema morboso, pero sí que quiero hacer un apunte. Allen dedica muchas páginas a exponer su versión, con testimonios e informes que sirven para explicar por qué defiende que las acusaciones que recibió hace años y que recibió de nuevo hace poco son falsas, cuáles son los motivos por los que se hicieron y la forma en que se llevaron a cabo. Esa argumentación está allí y no es un relato agradable. Si alguien quiere descubrir esa parte, que lea el libro. Dicho esto, yo decidí leer A propósito de nada no porque quisiera conocer esa parte de la historia, sino por todo lo demás. Y es de todo lo demás de lo que voy a hablar, porque para mí, ante todo este libro es el retrato de una vida, de una época y un compendio de las reflexiones irónicas, y en ocasiones con un toque de angustia existencial, que han salpicado muchas de las obras de Woody Allen, un hombre que dice que «más que vivir en los corazones y en las mentes del público, prefiero seguir viviendo en mi casa», y cuya concepción de lo que es el legado tiene mucho que ver con la idea de que, al final, todos nos vamos a morir, todos caeremos en el olvido y, al final, incluso las obras de Shakespeare «se esfumarán con cada átomo del universo».

Lo primero que llama la atención de este relato autobiográfico es la falta de capítulos. Sí, hay un orden cronológico en lo que narra, pero a veces va y viene entre el pasado, el presente y el futuro; un futuro que en el fondo ya es el pasado del hombre que está escribiendo, pero eso es lo de menos. Los recuerdos de una vida suelen hilvanarse para crear conexiones, y el tiempo al final puede que parezca mucho más extenso de lo que realmente fue. Pero eso tampoco importa. Importa la forma en que Woody Allen retrata a su familia y cómo se retrata a sí mismo, cómo nos habla de su infancia, de la escuela, de las chicas, del cine, de la música. La admiración que demuestra por escritores, cineastas o músicos hace que puedas sentarte junto a ese joven que no sabía qué hacer con su vida y admirarlos también. Y luego se adentra en el mundo de los cómicos, de los escenarios y los guionistas, y nos deja contemplar de primera mano una realidad que, como mínimo para la que escribe esto, era totalmente desconocida.

Repasa su vida, sus relaciones amorosas, sus inicios, la primera vez que alguno de sus chistes apareció en un diario, los años que trabajó como guionista para otros, su aprendizaje como escritor, como director, como actor… Repasa cada una de sus películas y lo hace de manera bastante minuciosa, hablando del reparto, del rodaje, pero también de todas las personas que lo hicieron posible. Destaca un concepto que aparece varias veces y es que él disfruta creando. Una vez ha creado una película, pasa a la siguiente, porque ya ha conseguido lo que quería, con mejores o peores resultados, algo de lo que, por cierto, no se esconde (aunque a veces lo haga con ciertos apuntes de modestia que resultan un poco repetitivos). Pero lo que está claro es que Woody Allen sabe reírse de sí mismo, sabe lanzar comentarios y reflexiones magníficas sobre la vida, sobre el cine, sobre el amor o sobre las relaciones humanas en general. También sabe exponer la angustia vital de una manera que no pesa, aunque sea certera.

Si bien es cierto que, cuando se llega a la parte de la acusación de abuso sexual y expone su versión de los hechos, el libro pierde quizá un poco de su frescura (normal, no es un tema agradable) y se nota cierto cansancio, una vez pasado ese impasse sigue destilando ese amor por lo que hace, esa admiración por los grandes maestros y la gente con la que ha trabajado. Se cuela su sutil ironía entremedio de algún párrafo, su manera de enfocar la vejez y su visión actual de las cosas. Al acabar la lectura, uno descubre que caben muchas películas en un libro, mucho amor por un oficio y muchos recuerdos, aunque todo, al final, sea A propósito de nada.

¡Feliz miércoles y felices lecturas!

Inés Macpherson