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«Un tiempo después, sentado en la terraza mientras se comía al perro, el doctor Robert Laing reflexionó sobre los acontecimientos extraordinarios que habían tenido lugar en el interior de aquel enorme edificio de apartamentos a lo largo de los tres meses anteriores». Así empieza Rascacielos, de J. G. Ballard (Alianza Editorial, 2018), con una frase sencilla, que nos puede recordar a otros inicios, a otras frases que nos invitan a evocar el pasado, pero que, en su interior, guarda algo inquietante. Con apenas tres líneas, nos sitúa en un espacio y en un tiempo, señala que ha ocurrido algo y apunta un acto que podría parecer atroz y que, sin embargo, aparece como algo aceptado, normal, como quien toma el sol o se toma una cerveza en el balcón.

Rascacielos

El espacio, como el título indica, es un rascacielos. Hormigón, balcones, tecnología y humanos, muchos humanos entre las paredes verticales de un edificio que es mucho más que un edificio: es un constructo social, un mundo cerrado, situado en las afueras de Londres, donde viven más de 2000 inquilinos que pueden encontrarlo todo entre esas paredes: supermercados, piscinas, restaurantes, guarderías… Como una ciudad en miniatura que mira hacia arriba. Y ya sabemos que, cuando miras hacia arriba, normalmente quieres subir.

En el curso sobre la ciudad del futuro que Daniele Porretta ofreció en el CCCB en 2016, centrado en las utopías y las distopías, se hizo especial hincapié en la arquitectura, la construcción y modulación del espacio como forma de control de la población. Como señala Ned Beauman en la introducción, Le Corbusier y otros pensaron que la arquitectura y la idea de modernidad podían transformar la vida moral y sentimental de los seres humanos. Y, aunque desde un punto de vista distinto, la novela de Ballard explora esa transformación. No hay en la construcción del edificio un deseo de control, sino de ofrecer todo lo que podría ofrecer una ciudad en un único espacio, con lujo, comodidades, tecnología que lo solventa todo… Teniendo en cuenta esto y que, además, todos sus habitantes son personas acomodadas, profesionales con una buena carrera y un buen sueldo que les permite costearse el caro apartamento en el que viven, ¿qué hace que se ponga todo en movimiento? No estamos hablando de la realidad vertical de la película El hoyo, de Galder Gaztelu-Urrutia, estrenada en 2019, o de la realidad horizontal de Snowpiercer, de Bong Joon-ho, estrenada en 2013. Aquí, teóricamente, hay cierta homogeneidad. Sí, es cierto que se supone que los que ocupan los pisos superiores son más ricos, que hay una barrera simbólica, el piso 10 (donde están algunos de los servicios comunes), pero los que viven abajo no son pobres, no pasan hambre, no sufren por llegar a fin de mes o por llenar la despensa. No son arquitectos o médicos, pero sí son enfermeras, técnicos, azafatas, contables… Entonces, ¿qué hace que todo se tambalee? ¿Qué provoca que el estado anímico y el comportamiento social e individual de los inquilinos se transforme?

¿Cómo una clase media alta, culta y acomodada, da un paso hacia la barbarie? ¿Está en su esencia o es algo que depende del edificio? Los personajes a veces echan las culpas a las paredes, a los conductos de ventilación o a los de basura, como si la presencia de la mole afectara a sus actos, como si ellos no tuvieran capacidad de decidir (algo que no solo se utiliza como excusa en esta ficción). Es cierto que, en parte, el edificio juega un papel: su estructura, pero también su funcionamiento. Un fallo tecnológico, un apagón de la electricidad, la oscuridad como excusa para un acto que nace del deseo de subir, de castigar, de demostrar una individualidad que no puede verse marcada únicamente por el espacio que uno ocupa en la verticalidad de la sociedad… Y se pone en marcha el descenso a los infiernos, que empieza de forma sutil, provocando una extraña sensación en el lector, que observa un crescendo mantenido hasta que explota. Las comodidades van desapareciendo y se va aceptando; y esa aceptación hace que lo que antes habían sido espacios teóricamente diáfanos se tornen claustrofóbicos. Las convenciones también desaparecen, y de las fiestas a horas intempestivas se pasa a un vandalismo que va creciendo. Ballard aprovecha ese espacio cerrado, esa comunidad asfixiada para explorar de lo que somos capaces las personas, como grupo, sí, pero también como individuos. Porque muchos horrores nacen del deseo individual, de la capacidad de entregarse a una violencia que ni el maquillaje ni la ropa pueden ocultar, y se pasa de aquel retrato impoluto de profesional acomodado a un ser primitivo, bestial e instintivo que se revuelca entre la basura disfrutando del hedor de su propio cuerpo.

Desde la perspectiva de un médico, un realizador de televisión y el arquitecto que construyó el edificio, Ballard nos permite observar el proceso de embrutecimiento y destrucción de los habitantes, pero también del edificio, que se va pudriendo poco a poco: la fachada manchada, sin luz, sin agua, las paredes llenas de pintadas, de sangre, de excrementos. Aquello que parecía sólido se va desmoronando, no porque se caiga a trozos, sino porque, a pesar de ser habitado, es abandonado, ignorado, tanto por los que viven en él como los de fuera, que no ven o no quieren ver nada.

El propio Ballard explicó en una entrevista que al principio había escrito la novela como si se tratara del informe de un asistente social donde se explicaban los extraños acontecimientos del lugar, como un minucioso caso de estudio. Tal y como está planteada ahora, el caso de estudio lo hace el lector, porque hay una aceptación chocante ante los acontecimientos. Los habitantes abrazan esa nueva realidad de lucha, odio y violencia con una naturalidad que inquieta tanto como los hechos en sí. Lo más interesante es que esa violencia se ve sin necesidad de caer en obviedades ni en descripciones que se recrean en la crueldad. Hay imágenes y frases que desvelan el comportamiento salvaje, la violencia física y sexual, los actos a los que les lleva que nadie se preocupe de rellenar los estantes del supermercado con comida… Creo que es esa naturalidad lo que incomoda más, lo que sirve como espejo del comportamiento humano.

Creo que Ballard es otro autor a recordar más a menudo, así que, si os apetece adentraros entre las paredes de su Rascacielos, esta nueva edición de Alianza es una gran manera de hacerlo.

¡Feliz lunes y felices lecturas!

Inés Macpherson