Deja que te cuente, podría decir, emulando el título del libro (y de uno de sus cuentos) que han editado los hijos de Shirley Jackson y que Minúscula publicó en abril de 2018. Pero, sinceramente, creo que no sabría por dónde empezar. Tal vez por la sensación general que uno tiene al cerrar el libro. Deja que te cuente es un viaje por el mundo de Jackson con todos sus matices; es un extraño compendio, una mezcla de ficción y retrato de una época y de una persona, que nos ofrece reflexiones sobre escritura y creación, pero también sobre la vida cotidiana de una mujer que hace todo lo posible por escribir mientras lidia con su vida de ama de casa, madre y esposa a la que se vio abocada «por una serie de errores de juicio propios de la ingenuidad y la ignorancia», según sus propias palabras. Si no puede escribir frente a la máquina, lo hace en papeles desperdigados por el hogar, esperando que una idea la pille haciendo la cama y pueda anotar algo en el bloc que hay en la mesilla. Esta mezcla, esta diversidad tiene, curiosamente, solidez. Porque todo pasa por la mirada de Jackson. Y tiene una mirada particular, como dicen los niños de la casa, que saben que «las cosas pueden ser verdad, no serlo o ser un delirio de mamá». Esa mirada hace que uno lea todos sus escritos sabiendo que siempre puede haber algo más, incluso en los que parecen más sencillos, más realistas. Porque intuyes aquello que no está diciendo y que espera que tú, como lector, acabes en tu mente.
Algunos de los cuentos incluidos en esta curiosa recopilación son, como decía antes, retratos de una época y de un estilo de vida, a menudo centrados en los personajes femeninos. Hay historias que perfilan ciertos miedos femeninos, pero sin mostrarlos realmente; lleva al absurdo ciertas obsesiones y muestra la fina línea que separa la infancia y la juventud o incluso la edad adulta. En algunos casos uno puede intuir una crítica subyacente, cargada de una sutil ironía que permite que incluso los relatos donde aparece la sombra de lo extrañamente fantástico nos digan mucho más. A medida que uno va pasando las páginas, tiene la sensación de estar ante una sociedad altamente hipócrita: los personajes no se soportan, están incómodos a menudo en las situaciones en las que se encuentran, pero fingen para mantener las apariencias, la imagen de familia, de barrio y de ciudad que se espera, haciendo que el lector comprenda que, tras esa imagen de supuesta perfección, siempre se esconde algo.
Hay que tener en cuenta que, en manos de Jackson, todo es susceptible de convertirse en historia. De hecho, para ella, un escritor, o escritora, siempre debe observar, porque todo puede contener algo interesante; un escritor siempre está escribiendo, aunque no esté anotando palabras en una hoja de papel. En su caso, hay que reconocer que la realidad se entremezcla con la imaginación que puebla su mente. Una imaginación que ella practica a diario, como explica en alguno de sus escritos, porque, si no te cuentas historias acerca de la venganza entre los electrodomésticos de la cocina, ¿cómo podrías aspirar una habitación sin aburrirte? Por eso, incluso en aquellos escritos que no están pensados como relatos, la realidad que observa pasa por el tamiz de su mirada. Hay que pensar que uno vasos pueden convertirse en personajes, como ocurre con los vasos verdes que aparecen en «Aquí estoy, lavando los platos otra vez».
Y es precisamente la sensación de estar siempre ante la mirada de Jackson, tanto en los cuentos más realistas o en los que tienen un matiz más gótico como en las reflexiones, lo que hace que uno cierre el libro sabiendo que le han ofrecido muchas ventanas, que quizás acaben siendo la misma, al universo interno de Shirley Jackson. Vemos su forma de observar, de entender el oficio de escritor, pero también el de ser madre o ama de casa. Incluso nos muestra fragmentos de su proceso creativo. La explicación de cómo nació «La lotería» o los episodios que le permitieron ir creando personajes y escenas para La maldición de Hill House son una muestra de la manera que tenía Shirley Jackson de enfrentarse a la creación. Y es fascinante.
Para ella, «lo mejor de ser escritora es que puedes permitirte disfrutar hasta el infinito de la extrañeza, y en realidad nadie puede hacer nada frente a eso, siempre y cuando sigas escribiendo y consumiendo esa extrañeza, por así decirlo». Así que, dejemos que Shirley Jackson nos cuente. Compartamos con ella esa extrañeza, porque quizás nos permita abrir la ventana y observar el mundo de otra manera, e incluso pensarlo.
¡Feliz lunes y felices lecturas!
Inés Macpherson