En septiembre de 2012, Anagrama nos permitió disfrutar de la increíble e imprescindible Nada se opone a la noche, de Delphine de Vigan, una novela autobiográfica que ahondaba en las luces y las sombras, los recuerdos y las emociones, los mitos y los abismos que nos conforman como personas; en las historias familiares y en los agujeros del alma que nos permiten comprender el mundo. Un año después, en septiembre de 2013, Anagrama publicó la primera novela de la autora, Días sin hambre, que vio la luz en Francia en el año 2001 bajo seudónimo por motivos personales y familiares. Aunque no tiene la misma densidad ni complejidad emocional que Nada se opone a la noche, esta pequeña novela de apenas 170 páginas es desgarradora por su sinceridad y por su capacidad de explicar lo que mucha gente sigue sin comprender: la difícil red de sentimientos y razones que se ocultan tras la anorexia.
Narrada en una primera persona que es una tercera, para tomar distancia, para poder explicar desde fuera lo que ocurre en lo más profundo de su ser, la narradora nos plantea su caso: con diecinueve años y metro setenta y cinco, pesa 36 quilos y se siente vacía. La muerte late en su vientre. Y por eso decide acudir al hospital. Porque no quiere morir. Su idea era desaparecer.
Mediante su prosa, nos enfrentamos a esa idea que puede resultar extraña pero comprensible cuando uno camina en los pies de Laure, la protagonista: la idea de desaparecer, no de morir. La idea de que hay otra persona en ti que lo controla todo, a la que te has dejado, para no tener que ser, pensar, sentir, porque eso duele. Si uno desaparece, si se vuelve invisible, diminuto, quizás no tenga que sentir de la misma manera que si está entero. Vivo pero muerto, pero no muerto del todo, simplemente desaparecer. No es lo mismo. Hay una sutil línea que las separa. No es que Laure quiera morir. Simplemente quiere dejar de ser para dejar de sufrir, y la mejor manera es desaparecer, dejar que otro lleve las riendas de su ser, para no ser responsables, para no tener que hacer nada. Porque a medida que pasamos las páginas, nos adentramos en el pasado de Laure, su biografía, y descubrimos todas las sombras, todos los baches, todo el dolor que la ha empujado a encerrarse en su cuerpo para dejar de ser.
Quizás por eso, en el momento en que decide darse la oportunidad de seguir viviendo, de volver a comer, esa otra persona recibe un nombre; alguien con quien luchar, con quien dialogar, a quien dejar ganar cuando no se puede más, a quien vencer cuando la vida asoma ante sus ojos. Porque esta novela es un canto a la vida, a la posibilidad de volver a vivir, a amar y amarse. Es eso y mucho más. Es una muestra de la importancia de la perseverancia, de la confianza en uno mismo y la capacidad de sobreponerse a lo que nos rodea para aprender a cuidarnos y a amarnos aunque no nos hayan amado y pensemos que no vale la pena. Es un retrato de la vida en una planta de hospital, donde la enfermedad une a un nivel distinto, convirtiendo a desconocidos en familia, porque al finl hay alquien que te comprende y te ayuda. Es un descubrimiento de las luces y sombras que nos avitan. Un canto a las segundas oportunidades pero, sobre todo, a la vida y a las ganas de volver a vivir.
Una novela imprescindible que demuestra, una vez más que Delphine de Vigan es una artista de la palabra sincera y directa.
Inés Macpherson