Etiquetas

Hace algún tiempo, alguien me pidió que redactara una historia sobre los Reyes Magos. Aunque ha pasado el tiempo, creo que sigue teniendo cierto sentido la historia que escribí. Por eso mismo, he decidido compartirla aquí, teniendo en cuenta que hoy, precisamente, es noche de reyes:

«Como cada año, llegaba el día cinco de enero. Y como siempre, en diferentes lugares del planeta, centenares y miles de niños preparaban sus zapatos, platos – dependiendo de la tradición de cada país – para recibir los regalos que los Reyes Magos dejarían durante la noche.
En un lugar del continente europeo, el rey Melchor se preparaba para salir, con la bolsa llena de juguetes y dispuesto a repartir, como cada año, ilusión en todos los hogares que le abrieran la puerta. Eso sí, debía reconocer que cada año era más difícil eso de ser Rey Mago, sobre todo, cuando se trataba de cargar con el saco de juguetes. Le dolían la espalda, le pesaban las piernas… bueno, en realidad, lo que le pesaban eran los años.
En algún lugar de Palestina, el rey Gaspar se anudaba la capa, cargaba sobre su espalda el saco de juguetes y abría la puerta. Parecía que la noche estaba tranquila. Desde hacía algunos días las calles estaban silenciosas; no ocurría nada que debiera ser mencionado y eso le auguraba un viaje tranquilo. Se adentró en la oscuridad y empezó a caminar. A lado y lado, casas derruidas y coches calcinados acompañaban su paso. Seguía siendo extraño pensar que aquel era su hogar.
En África, el rey Baltasar observaba, con el saco de juguetes junto a él, las posibilidades que se abrían en el horizonte. Si seguía hacia el oeste, llegaría antes a la costa y podría encontrar una embarcación que le permitiera llegar al punto de encuentro con los otros Reyes Magos. Si iba hacia el norte, caminaría más, pero el trayecto por mar sería menor. ¿Qué podía hacer?

El rey Melchor intentó de nuevo levantar el saco lleno de juguetes, pero únicamente pudo moverlo por el suelo. Resopló por el esfuerzo. Volvió a intentarlo, pero no pudo. Entonces, un joven vestido con pantalón y bata blanca, apareció por el pasillo.
-¿Qué está haciendo, señor Melchor? – le preguntó, mientras le cogía el saco. El rey Melchor se lo quedó mirando y entonces recordó. Claro. No era él quien debía encargarse de los juguetes, sino aquel joven: su paje.
-¿Me ayuda a llevar los juguetes? – preguntó el rey Melchor. El joven asintió y, en lugar de ir hacia las escaleras, se dirigió de nuevo a la habitación de la que había salido Melchor -. Pero, ¿qué hace?
-Quedese aquí, señor Melchor – dijo el joven.
-Pero, ¿y los niños? ¿Y la ilusión? – preguntó el rey Melchor.
-Hace tiempo que ya no se dedica a ser rey Mago, señor Melchor. Ahora está jubilado. Vive aquí – dijo el joven, cerrando la puerta.

En algún lugar de Palestina, el rey Gaspar se había quedado helado. Una explosión había resonado justo en la calle paralela. Los gritos, el olor a quemado, la pólvora, el ruido… De repente, notó que alguien se movía a su espalda. Una sombra acababa de robarle los juguetes. Empezó a perseguirle, gritando: «Eh, tú, devuélveme eso. Tengo que llevárselo a los niños». Pero la sombra seguía corriendo sin escuchar. El rey Gaspar corrió y corrió por las calles de su ciudad, que se iluminaban con fuego y pólvora.
Estaba a punto de atrapar al ladrón, cuando una explosión ante él le hizo caer al suelo. Por primera vez, el rey Gaspar pensó que quizás no llegaría a tiempo a su cita de cada año. Quizás ni llegaba… pensó.

En la costa africana, el rey Baltasar observaba la embarcación que debía llevarlo al punto de encuentro con los otros reyes Magos. No parecía gran cosa y estaba llena de otros hombres y mujeres que parecían estar ansiosos. De repente, una voz sonó a su espalda:
-Sólo puedes subir si pagas primero.
El rey Baltasar se dio la vuelta y observó al hombre que había hablado. Él no llevaba dinero, y no podía dar como pago los juguetes que los niños habían pedido. ¿Qué podía hacer? No llegaría a tiempo.

Aquel año, por primera vez, los Reyes Magos se dieron cuenta que en nuestro mundo, cada vez es más difícil poder repartir ilusión. Al día siguiente, ni hubo regalos.»

Por Inés Macpherson